miércoles, 20 de octubre de 2010

La Democracia

LA DEMOCRACIA
Rafael del Águila
I. LOS SIGNIFICADOS DE LA DEMOCRACIA

Democracia es hoy una de las pocas «buenas palabras» que existen en el vocabulario político. Pero por mucho que su uso actual sea positivo, esto no debería hacernos perder de vista dos hechos.

Primero, que ese uso positivo es realmente muy reciente. En efecto, resulta complicado encontrar simpatías con la democracia hasta bien entrado el siglo XIX. Es cierto que el término nace en la Grecia clásica y que Atenas se convertirá en ejemplo de un modelo de democracia directa peculiar y original, como luego veremos. Pero también es verdad que en toda la historia de la teoría política es difícil encontrar argumentos favorables a la democracia hasta que las luchas por el sufragio universal aparecen durante el siglo XIX y se desarrollan en el XX. Es más, la democracia ha sido puesta en cuestión, o al menos ha sido un concepto polémico, hasta que la caída del Muro de Berlín y el fin del comunismo ha convertido a los regímenes democráticos de corte liberal en «universalmente» legítimos.

Lo cierto es que la extensión de la democracia liberal ha sido espectacular. Samuel Huntington ha descrito tres olas democratizadoras: la primera, que cubriría de 1828 a 1936, la segunda, que iría de 1943 a 1964, y la tercera, que comenzó en 1974 y parece todavía estar en movimiento. Sobre un total de 191 países el número de democracias es hoy de 117 -un 61,3%-, mientras que tales cifras eran en 1974 de 142 países y 39 democracias, es decir, las democracias representaban hace poco más de veinte años un 27,5% del total. Por supuesto, hay que entender estas olas democratizadoras siguiendo el modelo de mínimos de la democracia del que hablaremos en el último epígrafe de este tema. No obstante las cifras son significativas y todavía lo es más la existencia de una presión democratizante por parte de las instituciones internacionales que se refleja en el discurso político global, lo que hace sospechar que aún es de esperar que el número de regímenes democráticos aumente.

El segundo hecho que hay que reseñar es que esta democracia, que hoy es casi indiscutida, resulta difícil de definir por la multitud de significados políticos que se asocian a ella. Durante mucho tiempo la paulatina atracción de la democracia hizo que se utilizara (convenientemente «calificada») como mecanismo de legitimación de regímenes no democráticos (así, por ejemplo, las «democracias populares» del Este de Europa, la «democracia orgánica» franquista, etc.). Pero la polisemia (esto es, la pluralidad de significados) no se debe únicamente a este uso manipulador e interesado del concepto. Se debe también al hecho de que el propio concepto de democracia es poco claro y difícil de determinar con precisión.

Para empezar, en la teoría democrática existen dos grandes formas de abordar el problema del significado de la democracia: la empírica y la normativa. Las dimensiones empíricas de la democracia tratan de contestar a la pregunta «¿qué es y cómo funciona la democracia?». Este enfoque persigue, pues, analizar cómo se manifiesta de hecho la democracia en una sociedad dada, su funcionamiento, sus instituciones, sus sujetos y actores, los comportamientos a ella asociados, los condicionamientos objetivos (económicos, sociales, etc.) sobre los que opera, etc. La aspiración última de aquellos investigadores que eligen esa perspectiva empírica es la de construir un concepto de democracia que sea capaz de «reflejar» analíticamente lo que la democracia es de hecho.

Por su lado, aquellos que operan dentro del concepto normativo de democracia consideran el problema tratando de responder al interrogante «¿qué debería ser la democracia?». En este caso de lo que se trata es de establecer los principios e ideales normativos a los que una democracia debería ajustarse para merecer tal nombre. En este contexto los investigadores normalmente analizan la democracia como un modo de vida particular en el que el ideal de fondo es la idea de autogobierno de los individuos y las comunidades humanas y el problema se presenta al intentar caracterizar la combinación adecuada de valores, instituciones, prácticas, etc., que resultan favorecedoras de aquel ideal.

Es bien cierto, sin embargo, que las dimensiones empíricas y normativas se entremezclan continuamente en todas y cada una de las teorías sobre la democracia. En realidad, las polémicas entre las diversas teorías se producen porque raramente existe ninguna de ellas que sea netamente clasificable como empírica o normativa. En efecto, si una definición tratara meramente de lo que la democracia es y otra alternativa tratara de lo que la democracia debe ser, estarían de hecho hablando de cosas distintas (lo que es o lo que debe ser), por lo que no debería existir polémica alguna. Si éstas, sin embargo, existen es, sencillamente, porque ambas dimensiones, empírica y normativa, se entrecruzan constantemente en casi cualquier descripción de la democracia.

Ésta es la razón por la que existe una pluralidad de conceptos de democracia y un continuo debate sobre sus valores, instituciones, mínimos, condiciones, etc. Así, por ejemplo, es usual encontrar en la literatura sobre el tema análisis basados en que la democracia es:

1) un régimen en el que los ciudadanos se gobiernan a sí mismos (directamente o por medio de representantes) y poseen todos los recursos, derechos e instituciones necesarios para hacerla. O bien ...

2) aquel régimen político en el que existe responsabilidad de los gobernantes ante los gobernados, lo que se concreta en que estos últimos, a través de las elecciones y otras instituciones, ejercen control sobre aquellos. O bien ...

3) aquel sistema definido por el pluralismo, la competencia libre entre élites y la responsabilidad. O bien

4) aquel sistema que quizá no sirva para elegir a los mejores gobernantes, pero sí sirve para expulsar a los peores con costes sociales y humanos mínimos (si los comparamos con otros sistemas). Etc.

La existencia de este pluralismo de enfoques y definiciones es la razón por la cual, para ordenar mínimamente el debate sobre el significado de la democracia, debemos establecer alguna tipología que nos permita orientarnos en esa diversidad.

II. MODELOS DE DEMOCRACIA

En los temas subsiguientes nos ocuparemos de las dimensiones territoriales (federalismo, etc.) así como institucionales (parlamentarismo, presidencialismo, etc.) de los Estados democráticos. Aquí formularemos tres modelos principales en los que ordenar la polisemia del concepto. Dado que se trata de ordenar la pluralidad de significados de la democracia, otras clasificaciones o modelos son posibles, pero creemos que los que a continuación se ofrecen poseen la capacidad de ordenar algunos de los rasgos cruciales de las democracias de una manera simple y clara.

1. Modelo 1: Liberal-protector

El principio básico del modelo liberal protector de democracia consiste en definir a ésta como un régimen político que permite la protección de cada ciudadano respecto de la acción de otros individuos y de todos ellos respecto de la acción del Estado, con lo que se conseguiría el máximo de libertad para cada uno. La idea del liberalismo es que la justificación de la democracia consiste en su contribución a la libertad, al desarrollo y al bienestar de cada ciudadano individualmente considerado. Su fundamento es, pues, individualista tanto en sus versiones de liberalismo contractualista (J. Locke, por ejemplo) como en aquellas más inclinadas hacia el utilitarismo (J. Bentham, por ejemplo). En el primer caso, el individuo es la base del contrato social que establece las reglas de convivencia o de justicia. En el segundo, es la utilidad de los individuos o su agregación lo que constituye el fundamento del orden político.

De manera coherente, el modelo liberal protector de democracia se asocia a una serie de instituciones tales como: 1) los derechos civiles (protección de la intimidad, la propiedad, la esfera privada, la libertad de conciencia, la libertad de expresión, etc.); 2) la división de poderes (haciendo que unos poderes sometan a escrutinio a otros, se contrapesen y equilibren mutuamente impidiendo la concentración del poder y sus abusos); 3) las divisiones territoriales del poder (haciendo que los contrapesos y equilibrios entre poderes tengan también base territorial y no sólo institucional); 4) el control de la legalidad (de los actos del gobierno o de la administración, sometiéndolos a reglas -leyes- que les impidan extralimitarse); 5) el consentimiento de los gobernados (lo que garantizaría que el orden político democrático responde a los intereses de los ciudadanos); 6) el control de los representantes (sometiéndolos a elecciones periódicas o al principio de publicidad de sus deliberaciones o sus decisiones); 7) la representación en el Estado de los intereses de los ciudadanos (lo que permitiría asegurar la presencia en el proceso de toma de decisiones de todos los intereses relevantes y además evitaría la falta de mesura a la que podía conducir, según esta lectura liberal-protectora, un exceso de participación directa de los ciudadanos); etc.

Todos estos y otros instrumentos están inspirados por un idéntico motivo: hay que controlar al poder porque, si bien éste es necesario, es también extremadamente peligroso. La primera intención liberal era impedir la tiranía y sus usos políticos: arrestos arbitrarios, desigualdad ante la ley (por ejemplo, distinta ley para idéntico delito dependiendo de la posición social del que lo cometía), control del Estado sobre la vida de los individuos, imposición desde el poder de un credo religioso o de una conciencia política uniforme, dependencia económica, política o social de los individuos respecto del poder, intervenciones en la propiedad privada, etc. Había, pues, que liberar a los ciudadanos del peso del poder absoluto, pero para ello no era posible abolir el Estado, sino que había que reformarlo para que diera cabida y garantizara a un tiempo la libertad de cada uno.

Y, así, el ideal liberal protector de democracia se configuró según la imagen de un conjunto de individuos que se desarrollan e interactúan en la sociedad civil o el mercado estando sometidos a las mínimas interferencias del Estado. Impedir que el Estado pueda inmiscuirse en la esfera privada y se garantice así un lugar de no interferencia (fundamento de lo que B. Constant llamará la libertad de los modernos), hacer que el poder del Estado no se concentre en unas pocas manos, sino que se disperse (siguiendo aquí las recomendaciones de Locke, Montesquieu o Madison), sujetar la acción estatal mediante reglas a las que debe ajustarse (Estado de derecho que puede seguir, por ejemplo, el modelo kantiano al respecto), forzar a los representantes a la responsabilidad política (asumiendo las teorías de la representación y del consentimiento que pueden encontrarse en E. Burke o en los autores de The Federalist Papers), son todos ejemplos de cómo entiende este modelo de democracia la articulación institucional para conseguir el fin político que se persigue: la libertad individual.

En su origen (finales del XVIII Y buena parte del XIX) esta concepción liberal protectora de la democracia convivió, sin embargo, con la exclusión del sufragio y de otros derechos políticos (asociación, etc.) de grandes masas de población. Para proteger los bienes institucionales a los que acabamos de hacer referencia, se suponía entonces que el sufragio y la participación política debían ser fuertemente restringidos. No tenemos aquí espacio para rastrear las diversas justificaciones que se dieron a esta decisión, ciertamente sorprendente desde un punto de vista teórico. Baste nombrar algunas: falta de preparación y de juicio político ciudadano en la mayoría de la población, intereses particulares de los «pobres», que tratarían de imponer reglas del juego que les favorecieran a ellos y no al interés general, etc. Muchas de estas justificaciones fueron fuertemente criticadas por aquellos movimientos que lucharon desde el inicio por el sufragio universal (haciendo ver, por ejemplo, los intereses ocultos de los propietarios capitalistas en tales exclusiones). Hoy ya no son de aplicación y sería injusto suponer que esta forma de restricción de los derechos políticos acompaña al modelo liberal-protector. Pero la tendencia a reducir el ámbito de las decisiones políticas y el número de aquellos que las toman sigue viva, para los modernos partidarios de este modelo, aunque ya no ponga en cuestión el sufragio universal. Veamos el ejemplo del neoliberalismo en autores como Hayeck o Friedman.

En efecto, el principio liberal de separación de Estado y sociedad civil se ha convertido contemporáneamente en la exigencia de «menos Estado y más mercado». Dado que se supone que el mercado económico (al cual se reduce, según algunos, el concepto de sociedad civil) es un mecanismo de distribución justo y que recompensa a cada uno según sus méritos, dado que el mercado se define por la libertad inherente de los sujetos que lo componen, dado que los seres humanos, en definitiva, encuentran su autorrealización (profesional, personal, etc.) en él, hay que restringir la acción del Estado al mínimo indispensable, pues ello contribuirá a un aumento de nuestra libertad. Los partidarios contemporáneos del «Estado mínimo» o de la también llamada «democracia legal» se alinearían con estas ideas y exigirían una sustancial rebaja en las intervenciones igualadoras del Estado social (generadoras, en su opinión, de una concentración de poder estatal indeseable) y una reducción de las funciones del Estado a sus mínimos (en concreto: garantizar la estructura legal y el conjunto de reglas del juego aplicables a los ciudadanos).

En este nuevo contexto se articula un derecho típicamente liberal: el derecho a verse libre de la política, es decir, el derecho a que los ciudadanos obtengan garantías institucionales suficientes para no ser molestados en la persecución de sus intereses particulares (todo ello con una mínima participación política y una acción estatal fuertemente restringida). De hecho, según los neoliberales (y no sólo según ellos), la apatía política y el desinterés por la política deben ser bienvenidos, pues en realidad nuestra libertad no se encuentra en esas actividades, sino en la profesión, la vida privada, etc.

Aquí se produce uno de los puntos de fricción más importantes en la política contemporánea. Los argumentos para una lectura alternativa podrían surgir del modelo siguiente.

2. Modelo 2: Democrático-participativo

El modelo democrático-participativo de democracia hunde sus raíces muy atrás: en la democracia ateniense. De hecho, la forma que adoptó la democracia en la Atenas de Pericles tenía poco que ver con lo que hoy consideramos rasgos básicos de este sistema. Así, en Atenas no existían (en su sentido moderno) ni elecciones, ni representación, ni gobierno, ni oposición, ni partidos, ni derechos civiles, ni división de poderes, etc. La Asamblea era el centro de la vida política en la que los ciudadanos participaban directamente, cumplían con funciones legislativas (esto es, votaban directamente las leyes que les serían de aplicación), ocupaban por sorteo y durante períodos muy breves cargos ejecutivos (excepto en el caso de los estrategos -generales- que eran elegidos), ejercían directamente funciones judiciales en los jurados populares, etc. Lo esencial en esta forma de democracia directa era la participación activa del cuerpo de ciudadanos, que se autogobernaba por turnos mediante los principios de isonomía (igualdad política) e isegoría (libertad para tomar la palabra en la Asamblea). Poco que ver, pues, con lo que hoy conocemos.

Cuando a partir del XVIII las discusiones sobre la democracia se reavivan, los partidarios del modelo liberal protectivo rechazan esta forma de democracia por desequilibrada y peligrosa (dado que todo el poder se concentra en un solo cuerpo político: la Asamblea; o bien porque la participación extensiva de todo el cuerpo social produce radicalización y exceso -como el jacobinismo de la Revolución francesa demostraría; etc.-), poco respetuosa de los derechos individuales (reproche bastante cercano a la verdad, dado que tales derechos eran desconocidos; por ejemplo, la isegoría no era libertad de expresión, en el sentido en que hoy la conocemos, porque no protegía a los individuos de las consecuencias de sus opiniones, aunque siempre les permitía expresarlas -recuérdese el caso de Sócrates, condenado a muerte por un jurado popular porque sus opiniones «pervertían a la juventud»-), etc.

Otros teóricos afirmaban la superioridad del modelo de democracia directa de corte ateniense, pero afirmaban la imposibilidad de implantarlo en las sociedades modernas, mucho más grandes y complejas (es decir, en este caso no se trataba de que ese modelo de democracia fuera indeseable, sino de que era irrealizable en las condiciones sociales de la época definidas por el espíritu comercial, el capitalismo, el Estado-nación, gran número de ciudadanos, etc.).

No obstante otros teóricos (fundamentalmente J. J. Rousseau y con posterioridad J. S. Mill) han realizado el esfuerzo por poner al día aquel ideal y explorar sus posibilidades.

El principio básico de la relectura moderna del modelo democrático participativo, es que resulta insuficiente hacer girar la definición de democracia alrededor de la idea de protección de los intereses individuales y que tal idea debe ser contrapesada con la exigencia de participación política ciudadana. Tal participación sirve al mismo tiempo para: 1) garantizar el autogobierno colectivo y 2) lograr crear una ciudadanía informada y comprometida con el bien público. La deliberación colectiva en la esfera de los asuntos públicos genera, pues, tanto autogobierno como civismo. Las diversas formas de participación directa deben completar los instrumentos representativos y las instituciones protectivas y tienen que hacerlo, básicamente, porque la comunidad democrática no debe ser definida en términos de individualismo competitivo, conflictivo y egoísta, sino como una comunidad de personas que comparten decisivamente ciertos objetivos y aspiran a ejercitar y desarrollar en comunidad sus capacidades humanas.

Desde este punto de vista ciertos rasgos dejados de lado en el modelo anterior se subrayan aquí: 1) deliberación conjunta en la(s) esfera(s) pública(s) (considerada como el conjunto de espacios sociales y políticos en los que los ciudadanos se encuentran, deliberan y debaten en busca de acuerdos que sean capaces de regular su vida en común); 2) autodesarrollo individual a través de la participación (dado que la participación genera hábitos de diálogo, desarrolla habilidades argumentativas, etc., que enriquecen a los individuos); 3) sufragio universal y uso ciudadano de las instituciones mediadoras de participación (elecciones, partidos, sindicatos, grupos, corporaciones, etc., sirven así de canales de comunicación entre las instituciones representativas y la opinión pública ciudadana); 4) participación ciudadana en una sociedad civil densa y poblada de instituciones mediadoras (asociacionismo voluntario -no necesariamente político-, participación extensiva en otras zonas sociales tales como el lugar de trabajo o de estudio, etc.); 5) democracia considerada como una forma de vida, no sólo como un conjunto de instituciones (formación de ciudadanos democráticos, informados, capaces de juicio político y cuyos hábitos y valores se vinculan a los procedimientos de diálogo y consecución del consenso y ordenación del disenso); etc.

El problema al que este modelo de democracia se enfrenta es el de descubrir los medios a través de los cuales el demos, el pueblo, el público, los ciudadanos, pueden hacerse presentes en los principales centros de decisión política y cómo producir, a través de su extensión a toda clase de ámbitos sociales, una ciudadanía comprometida con los valores democráticos y con los hábitos necesarios a la democracia entendida como autogobierno. Pues si la democracia es, como afirman, por ejemplo J. Dewey o J. Habermas, una forma de vida, entonces no puede ser expresada exclusivamente en instituciones o en reglas, sino que debe encarnarse en prácticas concretas capaces de desarrollar ciertos valores (por ejemplo, diálogo o solidaridad o proyectos comunes) y de desarrollar al tiempo nuestro concepto de bien público y una ciudadanía capaz de buen juicio político.

Pero para conseguir generar ese sentido público de comunidad es necesario, según este modelo, promover la atenuación o eliminación de ciertas desigualdades sociales o económicas (de clase, género, raza, etc.). Se supone aquí que no basta con abrir los canales para participar, sino que hay igualmente que preocuparse por dotar a los ciudadanos de la capacidad y las posibilidades reales para hacerlo. Este modelo, pues, vería con simpatía los instrumentos redistribuidores del Estado social. Ante su crisis contemporánea, este modelo sugeriría como fórmula de superación de la misma aumentar la participación ciudadana en la gestión y organización de los recursos (por ejemplo, abriendo la participación de los implicados en las decisiones relativas a los diversos programas de ayuda -educativos, sanitarios, etc.-). Es decir, se supone que el incremento de la participación ciudadana mejoraría la eficacia en la gestión, disminuiría el burocratismo, evitaría la concentración del poder en manos de agencias estatales, etc.

De hecho, estas ideas no serían más que una variante de lo que hoy se llama «participación extensiva»: es decir, llevar la participación a multitud de esferas, foros y ámbitos para mejorar la calidad de la democracia. Dicho de otra manera, el objetivo sería acercar a los ciudadanos los organismos de toma de decisiones a todos los niveles (Estado, comunidad autónoma, ciudad, barrio, lugar de trabajo, escuela, asociaciones voluntarias, jurados populares, etc.), lo que contribuiría a aumentar tanto el control sobre los representantes elegidos como el autogobierno directo de los ciudadanos en todos los lugares donde esto sea factible y razonable.

Hay, sin embargo, quien opina que este retrato de la democracia es profundamente equivocado, aunque pudiera constituir un programa de acción sobre las democracias realmente existentes. O sea, que hay quien cree que este modelo democrático participativo tiene una grave deficiencia: es irrealista (dado que exige a los individuos reales y concretos -a los que se supone consumistas, egoístas y preocupados sólo por su bien privado- un compromiso con el bien público difícil de realizar efectivamente; o bien porque el modelo desconsidera los aspectos institucionales donde tienen lugar las más importantes decisiones políticas que son llevadas a cabo por personas [los representantes] especialmente preparadas para ello -expertos, profesionales, etc.-; o bien porque más que plantear una descripción de lo que ocurre, plantea una alternativa política a lo existente; etc.). Y estas críticas son, quizá, el mejor modo de pasar a analizar el tercero de nuestros modelos.

3. Modelo 3: Pluralista-competitivo

En buena medida este modelo de democracia se desarrolla como reacción a las críticas que los teóricos elitistas (fundamentalmente Pareto, Mosca y Michels) realizaron al ideal democrático participativo. En efecto, según estos autores, con gran impacto en el primer tercio de este siglo, las ideas de autogobierno, o incluso la de control de los representantes por parte de los representados, son ideas absurdas. La dirección real de la política en cualquier régimen (y también en uno democrático) está en manos de minorías y élites selectas, de modo que la división entre gobernantes y gobernados es permanente e ineludible, y la «palabrería democrática» al respecto sólo encubre una fórmula para legitimar lo que de hecho no es más que dominio.

Lo que los autores (por ejemplo, J. Schumpeter, R. Dahl o G. Sartori) que ponen en marcha el modelo que estamos analizando señalan es que la crítica que acabamos de reseñar exagera la estabilidad y fortaleza de la élite gobernante y desconsidera los diversos modos a través de los cuales ocupa y mantiene su posición. La democracia no se caracterizaría por la inexistencia de élites, sino más bien por las distintas formas de selección de las mismas y por cómo estas formas de selección afectan tanto a la movilidad de las élites como a su pluralismo y a su autointerpretación. Dicho de otro modo, para que existiera democracia, según este modelo, no sería necesario que los ciudadanos participaran directamente en el gobierno, tomaran decisiones fundamentales, etc., sólo se requeriría que tuvieran al menos la posibilidad de hacer sentir sus aspiraciones e intereses a ciertos intervalos y contribuir a la selección de las minorías (plurales) que les gobernarían. Expresado todavía en otros términos, la democracia sería aquel régimen político en el cual se adquiere poder de decisión a través de la lucha competitiva de élites plurales por conseguir el apoyo (voto) de la población. De este modo, lo que resulta crucial es la composición de las minorías (el que éstas sean plurales o bien estén unificadas, como ocurre en los regímenes autoritarios o totalitarios) y su modo de selección (el que compitan entre sí y estén sujetas a elección popular o bien no exista competencia decidida por los ciudadanos mediante elecciones). Así pues, la democracia en este modelo podría caracterizarse por:

1) Ser un sistema para elegir élites adecuadamente preparadas y autorizar gobiernos, y no, en cambio, un tipo de sociedad o de régimen que debiera cumplir objetivos morales (tales como el autogobierno o la protección de los individuos, por ejemplo).

2) El sistema de selección de élites consiste en la competencia entre dos o más grupos autoelegidos de políticos (organizados normalmente como partidos políticos) que se disputan el voto de los ciudadanos con una cierta periodicidad.

3) El papel de los votantes no es el de deliberar y decidir sobre cuestiones políticas y después elegir representantes que las pongan en práctica, más bien se trata de elegir a las personas que adoptarán de hecho esas decisiones.

Como puede verse, en este modelo la democracia parece ser algo parecido a un mecanismo de mercado en el que los políticos son los empresarios y los votantes son los consumidores. En opinión de sus partidarios, el mercado político, definido por el pluralismo y la competición, produciría equilibrio entre la diversidad de intereses y también algo así como la soberanía de los consumidores (y esto sería, de hecho, lo máximo a lo que una democracia podría aspirar).

En todo caso, importantes consecuencias de este modelo serían: 1) destacar la importancia de la «calidad» de las élites en el funcionamiento efectivo de las democracias y ligar esa calidad a su capacidad para presentar al electorado alternativas atractivas al tiempo que funcionales; 2) destacar igualmente el objetivo de la resolución de los problemas políticos mediante el equilibrio de intereses contrapuestos y plurales; 3) establecer la competencia como el mecanismo que garantizaría tanto la mejor selección de élites, como el equilibrio de intereses y, en último término, la soberanía de los «consumidores».

Por esta razón, según algunos autores (Dahl), el término más adecuado para describir estos sistemas políticos ya no sería el de democracia (concepto cuyo uso está demasiado alejado de su funcionamiento real) sino el de poliarquía.

Las teorías de juegos, las teorías de la decisión racional y de la elección pública, serían otros tantos enfoques recientes en la ciencia política que, pese a diferencias importantes, podrían compatibilizar este modelo de democracia poliárquica. En efecto, para dichos enfoques los individuos son seres básicamente racionales y egoístas que buscarían maximizar sus beneficios y disminuir sus pérdidas en toda elección. Así, los “electores-consumidores” políticos actuarían «racionalmente» (aunque esta racionalidad fuera imperfecta o limitada) en el mercado político y se orientarían de acuerdo con sus intereses en la selección de élites dirigentes, logrando de esa manera influencia o control sobre el Gobierno.

Hay quien señala, sin embargo, que este modelo supone una desustancialización del concepto de democracia, dado que la reduce a un procedimiento formal de selección de personas bajo ciertas condiciones y olvida o desconsidera lo que siguen siendo conceptos clave para entender un régimen democrático (autonomía de los individuos o autogobierno colectivo, por ejemplo).

Por lo demás, hay quien también ha puesto en duda que el mercado político definido según las analogías económicas no sea profundamente desigualitario, es decir, no esté fuertemente determinado por las desigualdades de dinero y poder que hacen que sólo ciertas alternativas políticas cuenten con los recursos y el apoyo necesarios para poder competir con garantías de éxito (dinero necesario para partidos y candidatos en campañas electorales, para organizar grupos de presión, para lograr espacio en los medios de comunicación, etc.). Por lo tanto, en estas condiciones el resultado de la competición no sería, como quieren sus partidarios, un modelo equilibrado de presiones e intereses políticos, sino un desequilibrio permanente y estructural que conduciría a un mercado oligopólico que acabaría por no responder a las demandas de los «consumidores» políticos, pues, de hecho, éstos deberían decidir entre alternativas sobre cuyo número o características no tendrían ninguna (o muy poca) influencia, y que, debido a las desigualdades apuntadas, llegarían a configurar la democracia como un sistema de manipulación múltiple donde incluso la «demanda» (esto es, la opinión de los consumidores) se hallaría «manufacturada» o «inducida» (esto es, sería construida «desde arriba»).

Para contestar esas críticas, el pluralismo competitivo debe realizar entonces una recomendación directamente política: aumentar el número de grupos, partidos y facciones o, si se prefiere, multiplicar el número de alternativas posibles y de grupos de poder, político y económico (mediante sistemas de financiación de los partidos que dieran oportunidades al mayor número o mediante un reparto proporcional de los espacios en los medios de comunicación durante las campañas electorales o mediante incentivos al asociacionismo voluntario, etc.). De este modo el modelo que analizamos dependería en último término, no de la protección de la libertad del individuo o de la participación en el gobierno colectivo (como en el caso de los modelos anteriores) sino del pluralismo de grupos de poder que conduce al equilibrio.

Como ha podido comprobarse, los tres modelos subrayan aspectos diferentes al abordar la definición de lo que sea la democracia (protección individual, participación ciudadana o pluralismo de poder). Hay, sin embargo, solapamientos importantes entre los modelos, al menos en sus versiones contemporáneas:

1) Ninguno niega la importancia de los elementos clave de los otros dos (el modelo liberal no niega la necesidad de participación o de pluralismo de poder; el participativo no niega la necesidad de derechos civiles o alternativas políticas plurales; el pluralista no niega la autonomía individual o el control sobre los gobernantes) .

2) Todos ellos compartirían la idea de que ciertos elementos son necesarios para cualquiera de sus modelos (un cierto grado de responsabilidad de los gobernantes, ciertas instituciones básicas -participación electoral abierta o derechos civiles protectivos-, algunos rasgos procedimentales -libre competición entre alternativas plurales-, etc.).

IlI. CONDICIONES DE LA DEMOCRACIA

La ciencia política se ha mostrado siempre muy interesada en la respuesta a la siguiente pregunta: ¿existen ciertas condiciones económicas, sociales y/o culturales que sean requisito indispensable para la existencia de democracia?

Durante los años cincuenta y sesenta la literatura en este campo se mostraba partidaria de contestar con un sí a estas preguntas. Algunos autores (S. Lipset, por ejemplo) suponían que la democracia estaba ligada al desarrollo económico, de manera que cuanto más rica era una nación más posibilidades tenía de instaurar un régimen democrático. Los diferentes aspectos del desarrollo económico (industralización, urbanización, alfabetización, etc.) se suponían estrechamente ligados entre sí e igualmente vinculados al sistema democrático. Sin embargo, la detallada investigación posterior sobre estas tesis no ha logrado confirmarlas, pues el número de casos que no se ajustan en absoluto a esta correlación hacen difícil afirmar que existe tal vínculo. De hecho, lo que parece ocurrir es que ciertas cosas tales como la alfabetización, la ausencia de desigualdades extremas o el surgimiento del pluralismo social e ideológico parecen conducir a sistemas democráticos. Con todo, estos elementos a veces son efectos laterales del desarrollo económico y a veces no. Y, en todo caso, existen sociedades preindustriales en las que sin embargo sí aparecen. Por lo demás existen aquí problemas y preguntas bastante complicadas: ¿existe un umbral económico de la democracia?, ¿hay posibilidades de establecer unos mínimos económicos para el surgimiento de las democracias?, ¿se trata de condiciones necesarias o suficientes? Dado que estos y otros interrogantes no han logrado contestaciones satisfactorias parece razonable usar el sentido común: ciertos mínimos económicos (inexistencia de desigualdades extremas o inexistencia de miseria generalizada) parecen necesarios para -unidos a otros factores sociales, culturales y políticos- poder desarrollar un régimen democrático. Lo cual, desde luego, no es una tesis demasiado concreta ni clarificadora.

Otro tanto ocurre con las condiciones sociales. La tesis de referencia en este punto podría ser la que Barrington Moore articula tomando como caso tipo el de las revoluciones burguesas europeas. En estos países describe unas condiciones sociales de fondo del siguiente tipo: 1) un equilibrio entre monarquía y aristocracia terrateniente; 2) un giro económico hacia formas económicas mercantiles y, posteriormente, hacia la industrialización ; 3) debilitamiento económico y político de la aristocracia terrateniente en beneficio de otras clases (burgueses, campesinos, comerciantes, trabajadores, artesanos, etc.); 4) ausencia de coalición entre aristocracia y burguesía contra las clases campesinas o de trabajadores industriales (mientras la colaboración entre aristocracia y burguesía favorece las soluciones autoritarias, su competencia y conflicto favorece la integración de las clases más pobres y la aparición de democracias); etc.

Aunque tales condiciones son de carácter muy general y están centradas en experiencias exclusivamente occidentales, podrían servir de guía a una primera aproximación al tema. Con todo, factores históricos y sociales concretos pueden favorecer u obstaculizar el que las condiciones reseñadas produzcan regímenes democráticos o no lo hagan. Piénsese, por ejemplo, en elementos tales como: existencia o no de unidad nacional (peso de los factores étnicos), amenazas exteriores que impidan o no evoluciones pacíficas, estructura del Estado y de los aparatos represivos, tipo de cultura política particular (peso de elementos autoritarios o tradicionales, etc.), grado de secularización (o, al menos, grado de separación de religión y política), experiencia histórica inmediatamente precedente, disposición de las élites a la ampliación de la ciudadanía, etc. Como puede verse, de nuevo nos movemos en un rango de variables tan diversa y amplia que resulta difícil establecer un modelo concreto de relación entre condiciones sociales y democracia, como este no sea de carácter tan general como en el caso de las condiciones económicas: son favorecedores de la democracia todos aquellos procesos sociales que colaboren a la aparición del pluralismo y del equilibrio de poderes (sociales, económicos, políticos), al tiempo que evitan la concentración del poder en un solo punto (social, económico, político).

Últimamente parece que las definiciones de democracia se han separado definitivamente de la búsqueda de condiciones económicas y sociales para centrarse en una definición diseñada en términos político-culturales. Después de todo, la política está estrechamente ligada a los valores y creencias de la población y por tanto a la cultura. Como veremos más adelante (este asunto se trata en detalle en el capítulo sobre la cultura política), nos encontramos aquí otra vez con la dificultad de concretar las condiciones culturales de la democracia más allá de algunas generalidades guiadas por el sentido común. Sin otro ánimo que el ilustrativo citaremos aquí de nuevo a Robert Dahl, que nos ofrece un pequeño grupo de valores y actitudes que razonablemente podrían ser consideradas como condiciones político culturales de la democracia: 1) creencia de la población en la legitimidad de las instituciones; 2) mínima creencia en la eficacia del sistema para resolver los problemas; 3) confianza recíproca entre los actores del sistema político; 4) disponibilidad para la cooperación, el acuerdo y la negociación, sin excluir por ello el conflicto y la competición.

IV. CONCEPTOS CLAVE Y MÍNIMOS DE LA DEMOCRACIA

Llegados a este punto, resulta necesario que establezcamos una definición de mínimos que nos sirva como marco de referencia de la pluralidad de enfoques, condiciones y modelos de democracia. Una suerte de denominador común que enmarque los elementos y conceptos clave de la democracia liberal.

La democracia es una fórmula política para resolver el hecho de la pluralidad humana. Esta pluralidad engloba todo tipo de particularidades y diferencias entre los seres humanos: pluralidad de intereses, valores, ideologías, poder, riqueza, prestigio, pluralidad nacional, cultural, social, ideológica, religiosa, de orientaciones sexuales, de modos de vida, de concepciones del bien, etc. . Al contrario de lo que ocurre con otras soluciones políticas al problema de la pluralidad (con soluciones, digamos, autoritarias o totalitarias), la democracia aspira, al mismo tiempo, a respetar ese pluralismo y a ofrecer una esfera compartida por todos donde esas diferencias puedan expresarse, constituyendo a la postre una comunidad de deliberación y decisión política. La democracia, por lo tanto, es una solución particular y específica cuya aspiración es resolver el problema que surge cuando apreciamos que vivimos juntos y sin embargo somos diferentes.

Así pues, si partimos del hecho de la pluralidad y de la necesidad de unidad , advertiremos que la solución que en este punto ofrece la democracia liberal se articula a través de la idea de tolerancia. La tolerancia puede ser de muchos tipos (religiosa, ideológica, cultural, etc.), pero existe una de perfil específicamente político que nos interesa resaltar ahora: lo que resulta crucial para la democracia es no considerar al adversario político como un enemigo al que es necesario destruir. Sin la tolerancia de la oposición política y sin la convicción por parte de todos los actores políticos de que si uno es derrotado (electoralmente, por ejemplo) no será por ello eliminado, sin este tipo de tolerancia no es posible la democracia. Acaso estemos ante un mínimo entre los mínimos, pues sin la tolerancia política ninguna de las instituciones o procedimientos o reglas democráticas puede funcionar.

Ésta es la razón por la que algunos autores (N. Luhmann, por ejemplo) han advertido del riesgo que comportan en política las descalificaciones morales. Es decir, si una alternativa política descalifica moralmente a sus adversarios (les supone, por ejemplo, asesinos, esencialmente inmorales, incapaces de respeto a las normas de juego democrático, etc.) , elimina al hacerlo una confianza mutua mínima (precisamente la confianza en no ser destruido si uno pierde). Y con ella, elimina las bases de cualquier diálogo, negociación o compromiso y consecuentemente las bases de la convivencia democrática.

Así pues, la democracia exige que la pluralidad de opciones (políticas, ideológicas, sociales, culturales, etc.), pese a todas las esenciales diferencias que las separan, mantengan, sin embargo, ciertos puntos de acuerdo mínimo. Pese a que la democracia pueda definirse como un sistema caracterizado por e! disenso, debe no obstante fundamentarse en la existencia de ciertas reglas mínimas compartidas y objeto de consenso entre los diversos actores. Algo así como lo que John Rawls ha llamado un «consenso superpuesto» (overlapping consensus) entre las distintas concepciones plurales. Esto es, un espacio de acuerdo que sirva para ordenar los desacuerdos. Puede, en efecto, que no estemos de acuerdo en muchas cosas, y que por esa razón entremos en conflicto los unos con los otros, pero lo que es crucial es que estemos de acuerdo en el procedimiento que utilizaremos para resolver los conflictos. Por ejemplo, debemos acordar quién está autorizado para tomar decisiones y bajo qué procedimientos, debemos acordar que la regla para la toma de decisiones debe ser la regla de la mayoría, debemos, no obstante, establecer ciertos límites al funcionamiento de esa regla (es decir, la regla de la mayoría debe contrapesarse con los derechos de las minorías), debemos garantizar que en estos procesos todas las alternativas tengan voz y posibilidades de ser conocidas y sopesadas, etc.

Pues bien, existe un conjunto de procedimientos político-institucionales mínimos que recogen estas exigencias y que podrían servir para establecer un concepto mínimo de democracia. Se trata de un concepto (formulado por Robert Dahl y enriquecido por P. C. Schmitter y T. L. Karl) que establecería los siguientes requisitos indispensables para la existencia de la democracia:

1) El control sobre las decisiones gubernamentales ha de estar constitucionalmente conferido a cargos públicos elegidos.
2) Los cargos públicos han de ser elegidos en elecciones frecuentes y conducidas con ecuanimidad, siendo la coerción en estos procesos inexistente o mínima.
3) Prácticamente todos los adultos han de tener derecho a voto.
4) Prácticamente todos los adultos han de tener derecho a concurrir como candidatos a los cargos.
5) Los ciudadanos han de tener derecho a expresar sus opiniones políticas sin peligro a represalias.
6) Los ciudadanos han de tener acceso a fuentes alternativas y plurales de información. Estas fuentes deben existir y estar protegidas por la ley.
7) Los ciudadanos han de tener derecho a formar asociaciones, partidos o grupos de presión independientes.
8) Los cargos públicos elegidos deben poder ejercer sus poderes constitucionales sin interferencia u oposición invalidante por parte de otros cargos públicos no elegidos (poderes fácticos: militares, burocracias, etc.).
9) La politeia democrática ha de poder autogobernarse y ser capaz de actuar con una cierta independencia respecto de los constreñimientos impuestos desde el exterior (poderes neocoloniales, etc.), es decir, debe tratarse de politeia soberana .

BIBLIOGRAFÍA
- Ablaster, A. (1987): Democracy, OUP, Oxford.
- Aguila, R. del (1995): «Liberalismo y democracia en la democracia liberal», en F. Vallespín (coord.), Historia de la teoría política, vol. VI, Alianza, Madrid.
- Bobbio, N. (1984): El futuro de la democracia, FCE, México.
- Dahl, R. (1989): La poliarquía, Tecnos, Madrid.
- Dahl, R. (1993): La democracia y sus críticos, Paidós, Barcelona.
- Diamond, L. (1996): «ls the Third Wave Over?»: The Journal of Democracy, July 1996.
- Held, D. (1993): Modelos de democracia, Alianza, Madrid.
- Macpherson, C. B. (1977): La democracia liberal y su época, Alianza, Madrid.
- Maiz, R.: «On Deliberation: Rethinking Democracy as Politics Itself», mimeo.
- Morlino, L. (1986): «Las democracias», en G. Pasquino, S. Bartolini, M. Cotta y L. Morlino, Manual de Ciencia Política, Alianza, Madrid.
- Requejo, R. (1990): Las democracias, Ariel, Barcelona.
- Sartori, G. (1992): «Democracia», en G. Sartori, Elementos de Teoría Política, Alianza, Madrid.
- Schmitter, P. C. y Karl, T. L. (1993): «Qué es y qué no es la democracia»: Sistema, 116.
- Touraine, A. (1994): ¿Qué es la democracia?, Temas de Hoy, Madrid.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Campañas politicas: Marketing Político

Introducción a las Ciencias Políticas Apunte de cátedra: Campañas Políticas- Marketing Político.
Prof. José R. Astorga Auxiliar Docente: Juan Carlos Lorenzo

http://www.costabonino.com/tvspots.htm
http://e-lecciones.net/marketingpolitico/
www.marketingpolitico.org/index.php
http://www.youtube.com/watch?v=j0gfUcj8UMg&feature=related
http://www.youtube.com/watch?v=kx5AZeGhz6s&feature=related
http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/pdf/138/13802703.pdf
http://www.iceta.org/manucamp.pdf
http://www.medioslatinos.com/modules/news/index.php?storytopic=6
http://webpoliticas.blogspot.com/2009/08/el-marketing-politico-y-los-mejores.html
http://www.estoesmarketing.com/Sectores/Marketing%20Politico%20_1_.pdf
http://www.scribd.com/doc/7363660/Veron-Eliseo-La-Palabra-Adversativa-Observaciones-Sobre-La-Enunciacion-Politica
http://www.redcomunicacion.org/memorias/pdf/2008Ceponencia%20cecchini-romero%20ok.pdf
http://www.redcomunicacion.org/memorias/pdf/2007Cececchini.pdf


Marketing Político
El MP es el conjunto de técnicas de investigación, planificación, gerenciamiento y comunicación que se utilizan en el diseño y ejecución de acciones estratégicas y tácticas a lo largo de una campaña política, sea electoral o de difusión institucional.

Heriberto Muraro, sostiene que el MP moderno presenta dos características adicionales:

¨ Mediatización: utilización de los medios masivos de comunicación.
¨ Videoplitica: esta dominado por la imagen y las herramientas de comunicación audiovisual.

De aquí es donde se puede considerar al MP como una disciplina con campo de acción propio y alcance amplio y múltiple.
Las iniciativas de "mercadeo político" no solo las utilizan la actividad partidaria o gubernamental, sino también para satisfacer la necesidad de comunicar mas eficientemente sus mensajes los sindicatos, las cámaras empresariales, los colegios profesionales, las organizaciones no gubernamentales, etc.

Niveles estratégicos del MP

El MP es una compleja disciplina estratégica que combina el trabajo transdisciplinario de diversos especialistas (politólogos, comunicadores sociales, expertos en opinión publica, entre otros.) en tres niveles básicos de planificación y ejecución.
Los tres niveles estratégicos del MP son, con su campo de acción:

¨ Estrategia Política (EPo): Diseño de la Propuesta Política
¨ Estrategia Comunicacional (EC): Elaboración del Discurso Político
¨ Estrategia Publicitaria (EPu): Construcción de la Imagen Política

Estos tres niveles de estrategia arriba referidos deben ser abordados en forma simultanea y coordinada. Un enfoque sistémico apropiado exige que la "propuesta política" (1º nivel estratégico) sea traducida en términos de "discurso político "(2º nivel estratégico), y este recogido en forma de "imagen política" (3º nivel estratégico). La clave del sistema reside en la utilización de los canales de retroalimentación permanente que existen entre los tres niveles.


Estrategia Política: El diseño de la propuesta política.

En este primer nivel de la estrategia se define la propuesta política o sea el “Que decir”. Para ello, el candidato y su equipo debe contar con información correcta y actualizada a fin de decidir acertadamente que proponer al electorado. Dicha información debe ser recolectada, ordenada y presentada de manera sistemática. Para llevar a cabo dicha tarea, existen diversas herramientas técnicas entre las que se destacan.

1.- Diagnostico estratégico: se bebe determinar cuales son los principales problemas que aquejan a la sociedad y los cursos de acción alternativos para su solución
2.-Mapa político: presenta el conjunto de actores que integran el escenario de la contienda (candidatos, partidos, electorado, correlación de fuerzas, potenciales alianzas, grupos de presión, etc.)
3.- Red motivacional del voto: analiza cuales son las motivaciones electorales mas latentes sean estas manifiestas o no
4.-Estrategia de posicionamiento: decide cual es la forma mas aconsejable de posicionar al candidato de cara a la elección, considerando las fortalezas y debilidades propias y aquellas de los demás candidatos.
5.- Análisis Internacional: enmarca el proceso electoral en el contexto internacional.

Estrategia Comunicacional: La elaboración del discurso político.

Si bien la elaboración de una propuesta política inteligente es esencial en el marco de la puja electoral, contar con buenas ideas no garantiza necesariamente el éxito de una campaña. En la historia reciente de America Latina existen numerosos ejemplos de sólidas propuestas políticas que a la hora de ser elegidas no fueron tenidas en cuenta por el electorado.

El candidato debe superar la fase del diseño de la propuesta y encarar en forma anticipada y sistemática la elaboración del discurso. Así, quien se preocupe por los aspectos formales y no formales de la transmisión del mensaje político, aventajara a quien no tenga en cuenta la importancia de las herramientas comunicacionales al momento de llegar a los votantes.

Este nivel estratégico es la formación los discursos políticos y su transmisión efectiva y eficiente al electorado.

Un proceso importante en es este nivel es el de la comunicación. La comunicación puede definirse como un complejo intercambio de estímulos y señales que dos o más sujetos realizan mediante diferentes sistemas de codificación y decodificación de mensajes.

Según Joseph Klapper, el proceso de comunicación presenta dos etapas sucesivas y complementarias que determinan un sistema de escalonamiento en el flujo de la información. La primera fase se inicia con el envío del mensaje por parte del emisor y culmina con la decodificación que realiza el receptor. Esta primera comunicación se complementa con una segunda fase que comienza con el reenvío del mensaje retroalimentado por parte del receptor y finaliza con la transmisión de un nuevo mensaje por parte del emisor. Los sucesivos ciclos de reconstrucción del mensaje forman así un sistema circular que genera sus propios factores de cambio y adaptación.

En realidad, no solo el emisor y el receptor construyen y reconstruyen los mensajes comunicados, sino que estos también son redefinidos por los medios que los transmiten. El medio que interviene en el proceso de comunicación imprime su propia huella en el mensaje y según sea el caso, lo refuerza, lo debilita o incluso contradice. Tal cual afirma el pensador canadiense Marshall Mac Luhan, “el medio es el mensaje”.

El ámbito de la comunicación política reconoce como medios naturales a los Mass media. Esta función es compartida con otras formas de transmisión más directas, tales como actos públicos, caravanas, caminatas y otras iniciativas proselitistas.

Cabe destacar que la marcada tendencia a la mediatización que se observa en la política no es un fenómeno nuevo en la historia del hombre pues, como lo sugiere el propio Mac Luhan, las sociedades siempre han sido moldeadas mas por la naturaleza de los medios con que se comunican sus integrantes que por el contenido mismo de la comunicación. En este marco, la decodificación de mensajes políticos y posteriores reenvios de información que realizan los electores generan el fenómeno conocido como opinión publica, que es la vía utilizada por los votantes para responder a los estímulos provenientes de los candidatos.

El funcionamiento de este sistema de retroalimentación asegura y enriquece la bi direccionalidad del proceso preelectoral, permitiendo al candidato-emisor, fortalecer y precisar su discurso en función de las demandas e inquietudes del electorado-receptor. Para ello, los equipos de campaña cuentan con numerosos instrumentos de marketing político tales como encuestas, mediciones y sondeos.

Estrategia Publicitaria: La construcción de la imagen política.

En este nivel se trata de traducir la propuesta en discurso y el discurso en imagen. El paso del primer nivel estratégico al segundo consiste en hacer comunicable un conjunto de ideas. La transición del segundo al tercero significa darle al mensaje un formato audiovisual atrayente, que recurriendo a las apelaciones emocionales, oriente la voluntad del votante a favor del candidato.

El objetivo de la publicidad política es comunicar y persuadir.

La función comunicativa es la que denota o transmite textualmente el mensaje en su contenido explicito. Para ello presenta y describe en forma objetiva información referida a hechos, situaciones, circunstancias o escenarios vinculados al candidato y su propuesta política.

La función persuasiva connota o sugiere una segunda lectura del mensaje textual en su contenido implícito. A tal efecto, induce al receptor del mensaje literal a otorgar a este otro significado por asociación. Se trata de una función valorativa.

Las formas modernas de publicidad política exigen un estilo directo y personalizado, que simplifique las argumentaciones y sea adaptable a destinatarios múltiples. La selección y ejecución de una determinada estrategia publicitaria constituye un proceso complejo y dinámico que se ve condicionado por diversos factores:

- recursos económicos
- coyuntura política
- evolución de las encuestas
- tradiciones comunicacionales del partido
-La personalidad del candidato
-La relación entre cuadros políticos y publicitarios
-Las estrategias publicitarias de los demás candidatos.

Hace más de 70 años, Walter Lippman advertía en su clásica obra “Public Opinion” que la imagen era la forma más segura de transmitir una idea. La comunicación política de hoy es la demostración mas clara de que Lippman estaba en lo cierto.

Axial como el corazón de la campaña es el candidato, el corazón del candidato es su imagen.

La imagen es el conjunto de percepciones que generan no solo los aspectos visibles de la persona del candidato, sino también sus actitudes, estilo de comunicación, sus ideas y contextos.

Se trata aquí en primer lugar de definir la imagen del candidato, a partir de sus fortalezas, de acuerdo al método FODA, identificando sus puntos fuertes y los que se pueden desarrollar en la campaña. Luego, hay que definir un perfil de candidato ideal, un perfil de personalidad de acuerdo a lo que los votantes quieren, Este perfil particular de candidato no constituye un molde inmodificable y eterno, ni debe ser considerado como un modelo aplicable a toda elección. Va a depender del contexto electoral y del diagnostico preeliminar.

A fin de sistematizar dicha tarea es conveniente utilizar una metodología de análisis en 4 fases consecutivas:

1.- Caracterización del candidato ideal: para lo cual se ejecuta una encuesta a fin de determinar sus características
2.- Caracterización del candidato real de acuerdo al FODA
3.- Comparación entre ambos
4.- Ajuste del candidato real en función del ideal.

La estrategia publicitaria debe tener un criterio unificador pero flexible para ser adaptado según la segmentación y targenting electorales de los votantes. La segmentación consiste en identificar variables comunes que permitan agrupar importantes conjuntos de votantes bajo características similares y distintivas. Este ejercicio delimita el mercado electoral y puede realizarse bajo diversos criterios: demográfico, sociológicos, etc. Esto permite realizar un gran número de acciones estratégicas diferenciadas que pueden convertirse en poderosas herramientas de penetración electoral. Una de estas herramientas es el targeting electoral: la misma de ocupa de:

-evaluar la relevancia de los grupos identificados
-seleccionar los segmentos mas productivos
-especializar y dirigir el mensaje político vía publicidad

De esta manera, el targeting orienta el mensaje hacia blancos específicos, dotándolos de formas que resulten especialmente atractivas para los integrante del segmento apuntado. No obstante, la utilización de piezas publicitarias hechas a medidas conlleva el riesgo de generar una multiplicidad caótica de mensajes y estímulos contradictorios. En consecuencia, una buena estrategia publicitaria debe partir de un mensaje único para luego avanzar hacia los segmentos seleccionados, A fin de adaptar el mensaje original en formatos que varían en lenguajes imágenes y otras simbologías

lunes, 20 de julio de 2009

PARTIDOS POLÍTICOS Andrés Malamud

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Publicado en Introducción a la Ciencia Política, Julio Pinto
(compilador), Eudeba, Buenos Aires, 2003 (cuarta edición).
Capítulo 7
PARTIDOS POLÍTICOS
Andrés Malamud
*
El origen
Los partidos políticos, en la acepción más amplia del término, poseen hoy
una característica significativa: su universalidad. No hay casi país independiente
que pueda exhibir un sistema político carente de partidos, a no ser por dos casos
particulares: un puñado de sociedades tradicionales de estructura familiar-
patrimonial como las que pueblan el Golfo Pérsico, y las dictaduras militares que
son, sin embargo, fenómenos siempre temporarios (Ware 1996). Aparte de tales
excepciones, y no obstante el tipo de régimen, la ubicación geográfica o los
antecedentes históricos, cada estado-nación cuenta con (al menos uno de) estos
actores institucionales. Más aún, ninguna democracia occidental –u
occidentalizada— es concebible sin ellos.
Semejante omnipresencia no implica que todos los partidos tengan la misma
naturaleza ni que cumplan estrictamente las mismas funciones; mucho menos, que
las causas de su existencia puedan encontrarse en leyes sociales universales o en
una ubicua voluntad creadora del hombre. Antes bien, y haciendo un paralelo con la
evolución histórica de la democracia, los partidos aparecen como la consecuencia
no buscada de la masificación de las sociedades y la expansión territorial de los
estados, cuyas dinámicas van a dar lugar a un nuevo fenómeno: el de la
representación política.
*
Instituto Universitario Europeo, Florencia (Italia) y Universidad de Buenos Aires.
A
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La institución de la representación, como mecanismo a través del cual la
deliberación pública y las decisiones de gobierno se trasladan desde el titular de la
soberanía democrática (el pueblo) hacia sus agentes (los representantes), establece
la frontera histórica y teórica entre la democracia antigua o directa y la moderna o
representativa.
1
Simultáneamente, se produce la separación gradual entre el
gobierno por medio de personas –ya sea en asamblea, consejo o monarquía— y el
gobierno por medio de partidosparty government.
La condición histórica del surgimiento de los partidos fue el incremento de
la participación política, que se verificó fundamentalmente a partir de la
profundización del proceso de urbanización de los siglos XVIII y XIX. Asimismo,
el sustrato indispensable sobre el que se desarrollaron (y al que robustecieron) los
partidos fue el órgano de representación política por excelencia, aquél al que la
ascendente burguesía fue constituyendo en herramienta de control de las medidas
de gobierno: el parlamento (Oppo 1982).
En ese ámbito, los portadores de ideas afines, intereses coincidentes o,
incluso, simpatías personales, elaboraron los primeros lazos de solidaridad de las
que en un principio serían llamadas “facciones”. Con una carga de valor negativa,
este término hacía referencia a las divisiones políticas subnacionales a las que la
concepción organicista, holista y monocrática de la sociedad entonces reinante no
podía menos que calificar de antinatural (Sartori 1980). Sin embargo, el grado de
importancia que tuvieron los elementos antes mencionados (aumento de la
participación, expansión de las atribuciones del parlamento, divisiones sociales) es
materia de debate aún hoy, y distintas posiciones sobre el tema son sostenidas por
relevantes autores (García Cotarelo 1985).
La primera explicación acerca de las causas del surgimiento de los partidos
la esbozó Ostrogorski (1902) y la continuó Duverger (1951), constituyendo la
vertiente de las llamadas teorías institucionales que ponen el acento sobre la
relación con el parlamento. En esta concepción, los partidos se habrían desarrollado
a modo de organizaciones auxiliares de las nacientes –o ampliadas— cámaras
representativas, con el fin de coordinar la selección y las tareas de los miembros de
la asamblea. En consecuencia, puede hablarse de partidos de creación interna (al
parlamento, como el Partido Conservador inglés) o externa (cuando no son creados
dentro de los canales institucionales sino por fuera de ellos, desde la sociedad,
como el Partido Laborista inglés). Este último reconocimiento debilita el argumento
central, ya que relativiza la verdadera influencia del órgano legislativo sobre la
formación del partido.
En contraposición con esta postura, Seymour Lipset y Stein Rokkan (Lipset
& Rokkan 1967) desarrollaron un poderoso marco teórico que concilia el método
histórico con el comparativo. Ellos explican la aparición de los distintos partidos a
partir de una serie de crisis y rupturas históricas que dividieron a las sociedades
nacionales cuando aún no estaban consolidadas como tales, y provocaron, en cada
quiebre, la formación de agrupamientos sociales enfrentados por el conflicto en
cuestión. La crítica que se le hace a este enfoque es que limita su pretensión
1
Según el modelo clásico de Benjamin Constant (Manin 1993).
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explicativa al hemisferio occidental, y principalmente al escenario europeo por ser
la fuente empírica de su observación de campo.
Por último, La Palombara y Weiner (1966) adscriben más fielmente a las
teorías del desarrollo, y entienden la aparición de los partidos como una
consecuencia natural de la modernización social y de las necesidades funcionales
del sistema político. Como todas las teorías generales, la dificultad de esta
aproximación consiste en que las correlaciones detectadas entre las variables no
justifican necesariamente un orden causal, ni mucho menos excluyente. Un análisis
exigente sobre la génesis de los partidos debería contemplar la medida en que cada
caso particular responde a distintos factores, sean estos institucionales, históricos o
estructurales; pero una ponderación global que busque generalizar las regularidades
detectadas aún no se ha logrado.
Es necesario mencionar que las descripciones evolutivas que se realizan
generalmente acerca del surgimiento de los partidos toman como paradigma al
proceso británico, porque incluso el francés y el norteamericano difieren en su
modalidad y sus tiempos. Empero, en todos los casos, compartieron la mala fama de
ser percibidos inicialmente como agrupaciones facciosas que actuaban en desmedro
del bien común persiguiendo sus intereses egoístas.
2
A pesar de que el origen de los partidos estuvo signado por el desprecio
generalizado, su crecimiento en prosélitos y tareas se desarrolló sostenidamente;
carecieron, sin embargo, de una justificación teórica lo suficientemente difundida
como para aceptarlos con algo más que resignación. Puede tomarse como acta de
nacimiento formal de los partidos a la Reform Act (reforma electoral) dada en
Inglaterra en 1832, lo que implica considerar a todas las asociaciones políticas
sectoriales anteriores a esa fecha como antecesores de los partidos modernos. Sin
desmerecimiento para ellos, como protopartidos calificarían inclusive las fracciones
tories y whigs existentes en Gran Bretaña con anterioridad a la reforma, así como
también las formaciones prepartidarias de federalistas hamiltonianos y republicanos
jeffersonianos en los Estados Unidos posteriores a la jura de la constitución.
Pese a que, como se dijo, los partidos en su acepción moderna empiezan a
contar sus años desde principios del siglo XIX, a fines del anterior Edmund Burke
3
ya había construido lo que sería la primera diferenciación intelectual entre partidos
y facciones. Hollando sendas previamente transitadas por sus compatriotas Hume y
Bolingbroke, Burke llegó más allá al comprender que la existencia de divergencias
en el seno de la sociedad (y de sus representantes) era una realidad ineludible, pero
tales divisiones podían ser canalizadas a fin de mejorar la organización del gobierno
y el control de la monarquía.
El disenso, en suma, debía ser aceptado, ya que el aumento de la tolerancia
política y religiosa conduciría al robustecimiento de una sociedad pluralista. La
institucionalización de grupos diversos, a través de asociaciones representativas de
2
Por ejemplo, sostuvieron esta opinión en Estados Unidos los autores de El Federalista (Madison, Hamilton
y Jay), en Francia el Barón de Montesquieu y en Inglaterra el pensador y político Edmund Burke (Sartori
1980).
3
Más precisamente en 1770, en sus “Thoughts on the cause of the present discontents” (Sartori 1980).
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cada parte, los haría converger en el objetivo de coadyuvar al interés común del
gobierno nacional.
La naturaleza
Hay diversos criterios para clasificar a los partidos; el que se vaya a adoptar
depende de las hipótesis que orienten la investigación o el análisis. Resulta
entonces que las tipologías con que nos manejamos están históricamente
determinadas por las preocupaciones sociales, las inquietudes ideológicas y el
marco teórico de cada autor. Así, la desilusión sufrida por Robert Michels respecto
del partido socialdemócrata alemán lo llevó a buscar la causa del mal
funcionamiento de los partidos en su estructura interna de carácter oligárquico
(Michels 1911), mientras que Antonio Gramsci, por el contrario, manifestó en los
años 30 la matriz marxista de su análisis sociopolítico al concebirlos como
organizaciones definidas por la clase social que los integra (Gramsci 1975).
Las controversias respecto del enfoque a través del cual los partidos deben
ser estudiados mantienen plena vigencia, y este debate no resuelto ha llevado a
algunos autores a negar la existencia de una teoría de los partidos (Tonelli 1992).
Existen, sí, descripciones detalladas de aspectos parciales de algunos partidos
principalmente occidentales, si no puramente europeos—, y también
modelizaciones más generales y abarcativas (Von Beyme 1982; Panebianco 1990);
pero ello no es suficiente para formular una teoría general. Según esta perspectiva,
el estudio de la materia estaría un paso atrás del alcanzado para otros conceptos
políticos, como la democracia o el estado. Otros autores, sin embargo, plantean la
existencia efectiva de varias –si no una— teorías sobre los partidos, en
contraposición con la ausencia de esquemas similares para abordar el estudio del
gobierno (Blondel & Cotta 1996b).
Para simplificar la miríada de posiciones sostenidas por los académicos,
puede construirse una tipología triple de los partidos en función de los siguientes
ejes: 1) su base social, 2) su orientación ideológica y 3) su estructura
organizativa (Panebianco 1990). La mayoría de los trabajos sobre esta temática, si
no todos, cabalgan sobre uno de estos criterios o sobre una combinación de ellos.
Los enfoques que hacen hincapié en la base social de los partidos provienen,
generalmente, o de estudiosos de la sociología o de cultores de las diversas
versiones del materialismo dialéctico. Sin embargo, también varios escritores
populistas y nacionalistas no marxistas también han privilegiado esta perspectiva
desde una valoración opuesta. Así, mientras unos comprenden a los partidos como
agentes portadores de la identidad de clase, que los transforma en vehículos de
división social en el marco de una sociedad estratificada horizontalmente, otros los
conciben como el instrumento político de un movimiento de integración
policlasista, nacional y/o popular, que licua las diferencias de clase y procesa el
conflicto de manera vertical. También suelen ser percibidos como parte de este
último grupo los partidos de los Estados Unidos, donde la menor relevancia de las
C
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diferencias de clase en un contexto de amplia movilidad social ha producido una
mayor elasticidad en la identificación política.
La taxonomía más habitual para clasificar a los partidos, de acuerdo con su
base social, es aquélla que los divide en obreros y burgueses, aunque es necesario
agregar la categoría de partido populista para los casos que abarcan una amplia
masa multiclasista. Los primeros caracterizan sobre todo a los países desarrollados
(principalmente de Europa occidental o de raíces culturales anglosajonas), el último
predomina en las naciones en vías de desarrollo. En ciertos estados, la
heterogeneidad social puede llevar a la formación de partidos campesinos, o bien
representativos de minorías étnicas, lingüísticas o religiosas. Tal diversidad, para
estos autores, no hace más que corroborar que lo que define a un partido es su
sociología (Are & Bassani 1992).
En este aspecto resulta fundamental el análisis de los clivajes
4
sociales, las
líneas de ruptura constituidas alrededor de conflictos trascendentes que separan a
los miembros de una comunidad en función de sus posiciones al respecto. Los
grupos entonces definidos cristalizan sus identidades en torno al problema en
cuestión, y los futuros antagonismos y alianzas cobran significado a la luz de las
causas que originaron las divisiones. Más adelante se tratará en extenso este tema.
A diferencia del enfoque anterior, quienes sostienen que el elemento
distintivo de cada partido es su orientación ideológica afirman que los objetivos de
la organización, y no su composición social, son lo que determinan su accionar. La
principal tipología se construye entonces en torno al par derecha-izquierda, que a
partir de la Revolución Francesa en 1789 se ha transformado en el criterio por
excelencia para ordenar las ideas políticas. A pesar de que la definición de estos
conceptos es más bien ambigua, pueden aceptarse como válidos dos asertos: por un
lado, las fuerzas de izquierda tienden generalmente a cambiar el estado de cosas de
la sociedad, preferentemente en favor de los sectores más bajos de la población,
mientras que las de derecha pretenden mantener la situación social dentro de los
límites estructurales en que se encuentra; y por otro, la izquierda propone una
mayor intervención del estado en la economía y las políticas sociales –acentuando
el valor igualdad—, al tiempo que la derecha contemporánea suele sostener la
conveniencia de la no ingerencia estatal y la primacía del mercado para la más
eficaz asignación de recursos entre los hombres –recalcando el valor libertad
(Bobbio 1995).
En función de lo expuesto, resulta obvio que muchas veces la integración
social de los partidos y sus programas coinciden, en el sentido de que una mayor
base obrera o de sectores trabajadores se asocia con una ideología más combativa y
transformadora; en tanto, los partidos de composición burguesa o de clases medias
tienden a tener menos elementos revolucionarios y de cambios profundos en su
discurso que los otros. No obstante, esta asociación no se produce necesariamente:
como advirtiera Marx con claridad, la clase en sí y la clase para sí no siempre van
4
El concepto de clivaje (cleavage) puede definirse como "división social políticamente relevante"; en
consecuencia, no implica cualquier fractura dentro de una sociedad, sino sólo aquélla que impacta sobre el
sistema político a través de la organización (Bartolini & Mair 1990).
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de la mano, y los intelectuales radicalizados o los obreros conservadores no son un
fenómeno extraño en la política occidental. Por lo tanto, esta categoría de análisis
de los partidos es independiente de la anterior, aunque ambas resulten
recíprocamente condicionadas.
La tradición de sindicar a los partidos, de acuerdo con su ideología, como de
izquierda, centro o derecha, se complementa con otro elemento distintivo: el grado
de moderación o radicalización de los postulados programáticos. Queda abierta así
la posibilidad de considerar en un mismo grupo a los partidos que, solos o en
coalición, se orientan hacia el gobierno y tratan de conseguir el poder dentro de las
reglas del régimen político, llamados también partidos moderados o del sistema; y
en un segundo grupo a los que, rechazando el sistema tal como se encuentra
estatuido, se esfuerzan en combatirlo por medios más o menos legítimos con el
declarado objetivo de cambiar el régimen antes que al gobierno: éstos son los
partidos antisistema o extremistas.
Esta última categoría, como se ve, considera ante todo la postura del partido
hacia el sistema político en particular, pero también pueden evaluarse los
fundamentos filosóficos que sustentan tal actitud. En ese sentido, la creación del
"hombre nuevo", la supremacía de la nación, la revolución social o la purificación
racial aparecen como el elemento sustancial de la ideología partidaria, y su
enfrentamiento con el sistema y los demás partidos son el fenómeno consecuente y
no el esencial. No obstante, ya sea la cosmovisión profunda o la disposición hacia
el régimen, el hecho definitorio de esta clasificación es su "idealidad", en oposición
a la "materialidad" de la composición social.
Finalmente, una tercer perspectiva desplaza el foco tanto de la base social
como de la orientación ideológica, para centrarse en aquello que distingue a los
partidos modernos de cualquier otro grupo organizado que históricamente haya
cumplido funciones similares, a la vez que los acerca al aparato burocrático dentro
del cual funcionan –y al que sin duda emulan, aspirando a la larga a controlarlo—:
el estado. Desde los estudios pioneros de Mosei Ostrogorsky (1902), Robert
Michels (1911) y Max Weber (1922) este enfoque ha gozado de una amplia
aceptación, aunque luego de las primeras décadas del siglo, principalmente a partir
del aumento visible de la amenaza soviética y de sus partidos satélite en Occidente,
fue perdiendo terreno a manos de las taxonomías antes mencionadas, en las que la
clase y la ideología asumen una mayor capacidad explicativa.
Sin embargo, y sobre todo a partir de los años 80, la teoría de la organización
ha recuperado para la ciencia política la potencia heurística de este paradigma, y
continúa a través de la obra de Angelo Panebianco (1982) la tradición histórica
cimentada por Weber y sostenida, con mayor o menor fidelidad, por Maurice
Duverger (1951) y Anna Oppo (1976). De esta cuestión en particular se tratará
detalladamente más adelante.
Lo que importa destacar aquí es que los partidos, al ser concebidos en cuanto
organizaciones, se suponen movidos por fines propios que trascienden los objetivos
que les dieron origen, al tiempo que también superan y transforman los intereses de
los individuos que los integran –sean estos intereses de clase o de cualquier otro
tipo. En este aspecto, la aborrecida metamorfosis descripta por Michels no sería una
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327
perversión ni una patología, sino, en realidad, el modus operandi natural de los
partidos: a lo largo de su existencia, la sucesión o articulación de fines tiene lugar
convirtiendo a la asociación en un ente cada vez más simbiótico con su ambiente,
con menor capacidad (o voluntad) para reformarlo que en sus orígenes. El grado en
que un partido establece estrategias de adaptación o de predominio sobre la realidad
exterior depende de la fortaleza de su institucionalización; o, en otras palabras, del
modo en que la cristalización histórica de sus características fundacionales impactó
sobre su autonomía y su nivel de sistematización interna.
Más allá de la perspectiva preferida por cada autor, y aún de la utilidad que
una u otra pueda ofrecer para tipos particulares de investigación, parece sugerible
evitar cualquier índole de determinismo: ni el sociológico, basado en la
composición de clase; ni el teleológico, reducido a la ideología o los objetivos
manifiestos; ni el organizativo, acotado a la estructura interna; ni el sistémico,
precisado por la interacción con otros partidos y con las instituciones de gobierno,
pueden abarcar por sí solos todas las dimensiones del fenómeno partidario. Más
bien, estos aspectos son elementos concurrentes en la conformación de los partidos.
Los tipos
La clasificación más extendida de los partidos, retomada con mínimas
variaciones por la mayoría de los autores, es la que los distingue primariamente
entre partidos de representación individual y partidos de representación de
masas (Weber 1922; Duverger 1951; Oppo 1976; Panebianco 1982). Aunque el
nombre de las categorías puede sugerir que es la base social la que organiza la
taxonomía, en realidad el criterio clave es el histórico-organizativo. Esto es así
porque los dos tipos de partido son característicos de épocas consecutivas,
separadas entre sí por el proceso político que condujo a la adopción del sufragio
universal. En consecuencia, y aunque debe advertirse que ambas clases de partido
pueden coexistir simultáneamente, lo que se ha dado habitualmente es la
transformación progresiva de un tipo hacia otro, a medida que la necesidad de
legitimidad y apoyo (militancia, financiamiento y, sobre todo, votos) decretó la
inviabilidad o futilidad de una existencia sin mayor respaldo electoral. El periodo
clave de esta metamorfosis transcurrió entre la última década del siglo pasado y las
dos primeras del actual, tanto en la cuna europea como en las nuevas naciones de
América.
Quienes tomaron la iniciativa fueron, a este respecto, los partidos socialistas
y obreros en general, ya que debieron asumir el desafío de canalizar la participación
política de las masas que se incorporaron a la arena electoral a partir de la
ampliación del sufragio. El referido fenómeno de masificación de la política se
manifestó fundamentalmente en el ámbito de estos auxiliares institucionales del
estado que son los partidos, dado que debieron adecuarse a las necesidades de
socialización, movilización, reclutamiento y, sobre todo, búsqueda de sentido que la
nueva realidad habría de adoptar para los nuevos ciudadanos.
Las asociaciones de notables se caracterizaron por su dependencia total
respecto de los caballeros gentlemen, honoratiores— o las familias que las habían
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patrocinado, y cualquier disputa personal entre sus miembros podía implicar la
ruptura del partido y el enfrentamiento consiguiente de las nuevas partes en
conflicto, constituidas por los jefes y sus séquitos incondicionales. Con la misma
facilidad se producían también los acercamientos y las alianzas, basados en
intereses coyunturales que convergían en necesidades comunes. La manera en que
estas formaciones organizaban su accionar resulta harto diferente a la de los
actuales partidos de masas: el representante parlamentario tenía absoluta libertad
para decidir su posición en el recinto legislativo, de acuerdo al leal "saber y
entender" que las doctrinas de la época asignaban a los hombres probos. Las
opiniones de los notables se intercambiaban en los clubes, antecedentes lejanos del
comité, donde transcurrían las tertulias de las que estaban naturalmente excluidos
quienes no pertenecieran a los sectores elevados de la población. Los asambleístas,
comunes, diputados o legisladores no representaban a sus electores más que a título
formal (eran elegidos por distritos territoriales), ya que expresaban sus intereses de
grupo en nombre del bien común de la nación.
El modo privilegiado de expansión de estas primeras formaciones partidarias
era la cooptación. El mecanismo consistía en la atracción individual de las personas
que fueran consideradas, por las camarillas de los grupos establecidos, como
importantes (o peligrosas) para la defensa de los objetivos planteados. Su
instrumentación requería muchas veces la distribución de prebendas y beneficios
estatales o la promesa de una carrera venturosa, puesto que la ideología todavía no
se concebía como motivo para participar en la honorable actividad política. Los
casos más notorios, y más antiguos, de esta clase de partidos lo configuraron las
agrupaciones tradicionales inglesas, los tories (conservadores) y los whigs
(liberales).
Cuando los sostenedores de las teorías socialistas, mayoritariamente
marxistas, se enfrentaron con la apertura electoral que las luchas obreras habían
finalmente conseguido, los partidos que fundaron debieron recurrir a métodos
totalmente nuevos de acción política. El principal problema resultaba ser el de la
ignorancia, traducida políticamente como incompetencia, de las masas trabajadoras,
por lo que las imprentas se constituyeron en las herramientas fundamentales tanto
para la agitación como para el adoctrinamiento. La fuerza de las organizaciones de
izquierda en el siglo XIX dependía esencialmente de la importancia de su prensa
partidaria. Cabe acotar que en la época de referencia todos los periódicos eran
espacios de opinión, ya que la información imparcial tal como hoy se la conoce no
era técnicamente posible –ni valorativamente apreciada.
La incorporación de militantes, una figura política novedosa, comenzó a
realizarse a través del procedimiento masivo del reclutamiento, practicado sobre
todo en las fábricas y las áreas de mayor concentración urbana. Una característica
central fue que los ingresantes de este modo a la estructura partidaria comenzaban
su carrera desde abajo, en vez de hacerlo desde la cúpula como ocurría con las
figuras en los partidos de notables.
Pero uno de los elementos más trascendentes de esta etapa de la
organización partidaria fue, sin duda, la disciplina del bloque en el parlamento. El
mandato libre fue rechazado como norma de acción, para adoptar todos los
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representantes del partido una posición unificada ante cada tema de debate en la
cámara. El corolario de esta práctica consistió en que las autoridades colegiadas de
la organización fijaban su línea política, a la que los legisladores debían ceñirse so
pena de revocación del mandato.
Las consecuencias de esta transformación sobre la teoría de la representación
y sobre las ideas políticas resultaron tan impactantes como las de la nueva
estructura interna de los partidos lo fueron para la teoría de la organización y las
prácticas políticas. Es por este último aspecto que han sido llamados partidos
organizativos de masas o, simplemente, partidos de aparato, en alusión a la
poderosa estructura burocrática que debieron construir para coordinar el gigantesco
proceso de movilización de las masas. El modelo histórico más importante de este
tipo de partidos fue el Socialdemócrata Alemán, fundado en 1869 por Bebel y
Liebknecht y fortalecido en 1875 a partir de su unificación con los lasalleanos; pero
virtualmente todas las fuerzas socialistas y comunistas de Europa se organizaron de
esta manera. A su vez, los partidos burgueses que pretendieran competir con éxito
contra sus nuevos adversarios debieron adoptar mecanismos de articulación
burocráticos, con funcionarios profesionales de tiempo completo que se dedicaran a
las tareas de contraagitación y movilización electoral; en caso contrario, sus
posibilidades de supervivencia hubieran resultado escasas.
Poco a poco, sin embargo, el desarrollo económico y los avances
tecnológicos fueron modificando la estructura clásica de las sociedades europeas,
diluyendo las rígidas fronteras de clase y multiplicando los niveles de
estratificación horizontal. En conjunción con el desarrollo de los medios masivos de
comunicación, esta transformación fue produciendo el debilitamiento de las
identidades subculturales, homogeneizando internamente a las sociedades
nacionales en términos de sus visiones del mundo –weltaschauung— al mismo
tiempo que las fragmentaba económicamente. En consecuencia, los partidos
debieron acoplar sus estrategias de acumulación a las nuevas condiciones, que
exigían una reducción de la pureza doctrinaria para ampliar la base de apoyo –sin
perder en el camino al electorado tradicional— y, por lo tanto, la consideración de
las opiniones de quienes no formaban parte de la estructura pero podían definir su
éxito o su fracaso. La lealtad a los partidos deja de ser una exigencia de la identidad
de grupo o clase, pues la diversificación de roles así lo determina; al mismo tiempo,
éstos también pierden su indispensabilidad como organización mutual, pues los
servicios brindados previamente sólo por ellos
5
son ahora garantizados por la
estructura creciente del Estado de Bienestar.
Los nuevos partidos fueron definidos como electorales de masas,
profesional-electorales o, en su caracterización más fuerte, como partidos escoba
o atrapatodo (catch-all, Kirchheimer 1968), en función de su apelación a la
sociedad en general por encima de las divisiones de clase. Ya no son los notables ni
los militantes sino los electores los dueños formales del partido, el que sólo les
5
La figura con que se suele definir la omnipresencia de estos partidos es "desde la cuna a la tumba",
haciendo referencia a la atención ofrecida desde guarderías infantiles hasta sepelios y sociedades de
cremación; tomado de Sigmund Neumann por Bartolini (1991: 239).
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solicita su adhesión a la hora del voto y trata de reducir los demás costos de la
participación. Las peculiaridades de este tipo se observan más claramente en los
Estados Unidos de América, aunque la tesis de Kirchheimer apuntaba a la
transformación de los partidos de aparato, que nunca han existido como tales en el
país del norte. El peso de la autoridad partidaria es menor que el de los
representantes en el congreso, lo cual debilita la disciplina partidaria, y es realmente
el jefe del ejecutivo (o los líderes de la oposición parlamentaria) el que define la
línea política. La movilización se realiza especialmente en ocasión de las campañas,
y el financiamiento se traslada desde las cuotas de los afiliados y simpatizantes
hacia las contribuciones de las empresas, los grupos y, eventualmente, el gobierno
(Zuleta Puceiro, Ferreira Rubio, Giordano Echegoyen & Orlandi 1990). In extremis,
algunos especialistas han llegado a afirmar que en Estados Unidos los partidos son
meros contenedores vacíos, o que directamente no existen (Katz y Kolodny 1994).
MODELOS DE PARTIDO SEGUN PANEBIANCO
P
ARTIDO BUROCRÁTICO DE MASAS
P
ARTIDO PROFESIONAL ELECTORAL
a) Papel central de la burocracia
(competencia político-administrativa).
a) Papel central de los profesionales
(competencias especializadas).
b) Partido de afiliación, con fuertes lazos
organizativos de tipo vertical y que se
dirige sobre todo a un electorado fiel.
b) Partido electoralista, con débiles lazos
organizativos de tipo vertical y que se
dirige ante todo al electorado de opinión.
c) Posición de preeminencia de la dirección
del partido; dirección colegiada.
c) Posición de preeminencia de los
representantes públicos; dirección
personificada.
d) Financiación por medio de las cuotas de
los afiliados y mediante actividades
colaterales.
d) Financiación a través de los grupos de
interés y por medio de fondos públicos.
e) Acentuación de la ideología. Papel
central de los creyentes dentro de la
organización.
e) El acento recae sobre los problemas
concretos y sobre el liderazgo. El papel
central lo desempeñan los arribistas y los
representantes de los grupos de interés
dentro de la organización.
Extraído de Angelo Panebianco (1990: 492).
El principal contraste observable entre los partidos norteamericanos y los
europeos –debido en parte a las distintas necesidades funcionales de los sistemas
presidencial y parlamentario— reside en que en el primer caso los partidos actúan
simplemente como patrocinadores de candidaturas, mientras que en el viejo
continente efectivamente gobiernan. Lo que en Estados Unidos implica un amplio
margen de maniobra y un muy flexible programa político, en Europa se ve
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ARTIDOS POLÍTICOS
331
generalmente restringido por mayores obstáculos doctrinarios, financieros y
sistémicos, ya que del acatamiento a la disciplina del partido depende la estabilidad
del gobierno. Sin embargo, la progresiva dilución de las identificaciones
partidarias, el crecimiento lento pero constante de la apatía electoral y la desmesura
de las expectativas sociales en relación con la gestión pública de los partidos abre
un signo de interrogación sobre las formas futuras de la intermediación partidaria.
Definición, organización y funciones
Una vez descripta la evolución de los partidos y de las formas por ellos
asumidas en los distintos periodos históricos, están dadas las condiciones para
avanzar hacia el punto por el que hubiera correspondido comenzar según un criterio
estrictamente lógico: la definición del concepto.
Esta inversión premeditada del orden de la argumentación se debe a la
dificultad de la tarea. En efecto, la simple observación y el sentido común alcanzan
para describir a los partidos y enumerar sus actividades, pero no para establecer
taxativamente qué es –y qué no es— un partido. A ello se suma la polémica sobre el
grado en que una característica es más determinante que otra (a la hora de
clasificarlo) o uno de sus roles adquiere mayor o menor relevancia (cuando se
evalúa su función).
Tanta es la complejidad de la cuestión que uno de los principales
especialistas en el tema, Giovanni Sartori, brinda una definición de los partidos que
limita su validez a las naciones occidentales –u occidentalizadas— posteriores a la
Segunda Guerra Mundial. Pese a expresar cierto grado de necesaria generalidad, su
definición deja afuera a partidos como el Nacional Socialista Alemán de Adolf
Hitler, el Federalista norteamericano de George Washington o, en Argentina, el
Autonomista Nacional de Julio A. Roca. El argumento restrictivo sostiene que de
ampliarse la definición, sea en términos temporales o geográficos, se diluiría la
capacidad descriptiva del término y retornaría la ambigüedad semántica.
Sartori sostiene concisamente que "un partido es cualquier grupo político
identificado con una etiqueta oficial que presenta a las elecciones, y puede sacar en
elecciones (libres o no), candidatos a cargos públicos" (Sartori 1980: 91). Los
elementos claves pueden enumerarse así: grupo político, etiqueta oficial,
elecciones, candidaturas viables, cargos públicos. Acerca de los fines, la ideología,
la composición social o los valores no hay mención alguna. ¿Es esto sorprendente?
Sin duda, para el no iniciado sí lo es. No obstante, Sartori no niega que los partidos
puedan poseer esas características: lo que objeta es que sean su materia constitutiva.
Siguiendo la metodología weberiana para la definición del estado y de los mismos
partidos, ahora se hace hincapié en el medio específico de la asociación a explicar,
aquél que la distingue de todas las demás: en este caso, la lucha por el poder a
través de las elecciones.
Quedan desterrados del paraguas cobertor del término "partidos", entonces,
aquellos grupos políticos autoritarios o totalitarios que, habiéndose adueñado del
poder del estado, proscriben a los demás partidos y anulan las elecciones, sin volver
a convocarlas durante su gestión. Pero también se descarta como objeto de la
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definición a los pequeños partidos que, presentándose en elecciones, no obtienen en
ningún momento los cargos públicos por los que compiten: a ello se hace referencia
con el concepto candidaturas viables. La etiqueta oficial implica que el
reconocimiento legal constituye al partido como tal, descartando la misma
condición a los movimientos políticos ilegales –sean o no violentos.
La definición de Sartori conserva manifiestamente dos de los tres principios
de la conceptualización de Julien Freund y Carl Schmitt sobre la política (Schmitt
1963), a saber: el componente agonal o de lucha (amigo-enemigo, expresado más
pacíficamente mediante las elecciones) y el componente de lo público (público-
privado, expuesto en la ambición de candidatearse ante la comunidad para aspirar a
cargos públicos). Más embozado, se mantiene sin embargo en estado latente el
componente de la dominación (mando-obediencia, implícito en la búsqueda de
ocupar el aparato estatal).
Las obras de Joseph Schumpeter (1942) primero y de Anthony Downs
(1957) más adelante, encuadradas dentro de las teorías económicas de la acción
humana, han descripto a los partidos según una imagen en extremo gráfica e
ilustrativa. Estos autores aplican una metáfora del funcionamiento del mercado
económico, concibiendo a la democracia (o sistema competitivo de caudillos o
partidos) como un mercado político en el cual los líderes partidarios cumplen el rol
del empresario, que dentro de una firma (el partido) desarrolla la tarea de producir,
promover e intercambiar una serie de bienes o servicios (decisiones y políticas
públicas, o bien cargos y prebendas) por un recurso de poder que hace las veces de
dinero: el voto.
En este escenario, el electorado es comparado con el público consumidor (en
la visión de Schumpeter, irracional y manipulable masivamente; en la de Downs,
compuesto por individuos egoístas que maximizan su interés), que en mayor o
menor medida define la suerte de los competidores con su decisión de comprar
(votar) la oferta de uno o de otro. Más allá de que el acento se coloque sobre los
líderes o sobre el elector, la alegoría del mercado abdica definitivamente de la idea
de bien común, para centrar la acción del partido en la búsqueda de distintos tipos
de recompensa para sus líderes y seguidores. Ello de ningún modo ignora la
posibilidad de la acción altruista: simplemente, la incorpora como una posible
motivación individual más.
Si bien el enfoque económico fue originalmente aplicado a la descripción del
funcionamiento de los regímenes políticos, se lo ha utilizado con frecuencia para
explicar el rol de los partidos. Existen sin embargo criterios más amplios, que
llegan a ser aceptados por la mayoría de la comunidad académica no obstante la
tradición de pensamiento en la que se abreve. La función o tarea que se considera
habitualmente propia de los partidos es la de fungir como actores de intermediación
entre la sociedad y el estado: el grado de liberalización de la sociedad y el tipo de
régimen político del estado determinarán con cuál polo de la diada hay mayor
cercanía en cada caso histórico.
Lo que resulta claro es que las funciones de los partidos pueden definirse, en
principio, de acuerdo al carácter ascendente o descendente de la corriente de
interacción: cuando fluye desde abajo –la sociedad— hacia arriba –el estado—, las
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tareas básicas serán la agregación y el filtro de las demandas (en una sociedad de
masas, el gobierno no puede prestar atención a las inquietudes individuales de cada
ciudadano; pero, a la vez, la suma de dichas inquietudes personales implica la
exclusión o neutralización de las que no pueden compatibilizarse entre sí), la
movilización e integración social (sobre todo en los procesos de desarrollo, donde
canalizan las emergentes ansias de participación dentro de los cauces
institucionales) y la estructuración del voto (los partidos no existirían si la gente
no votara, pero la decisión del voto está construida y condicionada en torno a la
disposición existente de partidos).
En cuanto a la fase descendente de la labor de los partidos, las funciones
cumplidas abarcan desde el reclutamiento de las elites y personal político (los
líderes se forman dentro de las estructuras partidarias o bien son cooptados por
ellas, ya sea para formar parte del gobierno o para mejorar las chances electorales
del partido) hasta la toma de decisiones y la formación de políticas públicas (a
través de la formulación de programas o plataformas y su implementación desde los
ámbitos de autoridad) (Bartolini 1986).
En suma, la actividad que realizan los partidos puede ser resumida en los
conceptos de representación (de la sociedad en el estado) y gobierno (sobre la
sociedad por el estado). Si predomina la primera, se estará en presencia de una
nación más pluralista y con mayor autonomía de sus grupos de interés o de
identidad, respondiendo a lo que Robert Dahl ha denominado poliarquías –cuando
el control sobre los líderes es efectivamente ejercido por los no líderes (Dahl &
Lindblom 1953; Dahl 1971). Si es a la inversa, el caso en cuestión responderá a una
pauta de menor autonomía societal, mayor control de los gobernantes sobre los
gobernados y jerarquización más rígida de las relaciones sociales. La relación entre
el gobierno (poder ejecutivo) y el o los partidos que lo sostienen fue escasamente
estudiada, aunque últimamente se le haya prestado mayor atención a este aspecto.
Blondel y Cotta (1996a) han contribuido al debate con un modelo de análisis que
permite evaluar si hay autonomía entre ambos polos o, por el contrario,
dependencia de uno sobre el otro, a partir del manejo de las designaciones de
funcionarios, la decisión de políticas públicas y el patronazgo estatal.
Las características que pueden presentar los partidos, y que los diferencian
entre sí más allá de sus funciones comunes, fueron descriptas exhaustivamente por
Panebianco (1982) en su análisis de los modelos de partido. Este autor define seis
áreas de incertidumbre, cuyo mayor o menor control por parte de la dirigencia
partidaria determina el perfil de la organización y sus expectativas de supervivencia
y éxito. Ellas son a) la competencia, o indispensabilidad para cumplir una función,
lo que excede el mero saber técnico; b) las relaciones con el entorno, lo que
incluye la capacidad para establecer alianzas y conflictos con otras organizaciones;
c) la comunicación, esto es, el control ejercido sobre los canales de información
interna y externa; d) las reglas formales, entendida como la facultad de
interpretación para aplicar u omitir los estatutos; e) la financiación, o control del
flujo de dinero; y f) el reclutamiento, que implica la definición de los requisitos de
admisión, carrera y permanencia. Todos estos recursos, como ya habían percibido
entre otros Michels y Weber, son tendencialmente acumulativos; por lo tanto, la
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concentración de algunos genera como frecuente resultado el aumento de los
demás.
En consecuencia, la composición de la coalición dominante (nombre con el
que Panebianco denomina a la dirigencia partidaria, puesto que es concebida como
compuesta por más de un líder y con un alcance más amplio del que los límites
formales de la organización permiten apreciar) y su configuración (básicamente su
cohesión, estabilidad y poder) dependerán de la medida en que sus miembros logren
adueñarse de los recursos de control sobre las áreas de incertidumbre, garantizando
el éxito o, al menos, la supervivencia de la organización. Esta capacidad del
liderazgo depende del grado de fortaleza institucional alcanzado por el partido.
Sistemas de partido
Se hace evidente al análisis el hecho de que los partidos, por definición, no
actúan solos en un medio aislado sino que están en interacción permanente con las
otras "partes" (partidos) del ambiente. En este sentido, se diferencian de la
burocracia y las demás instituciones estatales porque, a título individual, carecen de
monopolio alguno de representación o función. Esta característica excluye el caso
de los partidos únicos, pero como se ha visto, tal condición distorsiona la idea
misma de partido (Bartolini 1986).
En lugar de poseer en exclusividad las atribuciones legales de
representación, cada partido compite en un espacio más o menos abierto, de
acuerdo al marco general del régimen político, por la obtención del voto popular
que le otorgue mayor capacidad de influir en la toma de decisiones públicas –vis à
vis los adversarios electorales. En consecuencia, su accionar está condicionado por
las restricciones jurídicas, el ordenamiento social y las pautas culturales, pero
también por la presencia, fortaleza y estrategias de los demás partidos. Las
corrientes de interacción que se determinan entre ellos dan lugar a un conjunto
interrelacionado, de tal modo que la modificación de cualquier de sus elementos
provoca cambios en los demás. Esto es lo que se conoce como sistema de partidos,
sintéticamente definido por Pennings & Lane (1998) como una estructura de
cooperación y competencia entre partidos. Esta estructura funciona a su vez como
parte de un subsistema mayor, el político, al cual integra en combinación con otros
subsistemas como el electoral y el jurídico-institucional.
Las propiedades de un sistema de partidos se desarrollan históricamente, y
pueden cambiar a lo largo del tiempo. Algunas de las más relevantes son la
volatilidad –cambio agregado de votos entre elecciones—, la polarización
distancia ideológica entre los partidos, por ejemplo en términos de izquierda-
derecha—, el número efectivo de partidos –de acuerdo a sus bancas parlamentarias
y no a sus votos—, la desproporcionalidad electoral –diferencia entre número de
votos y número de bancas— y la cantidad de dimensiones temáticas –que define la
estructura de clivaje del sistema (Lane & Ersson 1994).
La teoría de los sistemas de partido ha estado dominada por tres grandes
enfoques: el de la competencia espacial, el genético y el morfológico (Bartolini
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1998). El primero fue desarrollado por Downs (1957), abordando primariamente la
interacción competitiva entre partidos, y entre partidos y votantes, en espacios
ideológicos. El segundo evolucionó a partir de la obra de Rokkan (1970), dando
lugar a su ya mencionada interpretación de los partidos como producto de las
divisiones sociales y los conflictos de ellas derivados. El tercero se concentró sobre
las consecuencias del formato y la mecánica del sistema de partidos en el
rendimiento y estabilidad de la democracia, con Sartori (1976) como principal
referente. Aunque las polémicas respecto de la clasificación de los sistemas de
partido están todavía vigentes, desde que Sartori planteó su innovadora tipología la
mayoría de los desarrollos posteriores gira alrededor de ella, sea para
complementarla o para corregirla. El politólogo florentino propuso agregar a la
variable clásica –aquélla que considera al número de partidos como criterio
suficiente— una variable de control: la ideológica, que evalúa básicamente la
medida en que un actor del sistema se adecua a la dinámica de la competencia o
pretende, por el contrario, reducirla o eliminarla. En función de esta taxonomía
compleja, bidimensional, construye su teoría respecto de la estabilidad o fragilidad
de los sistemas de partido.
Antes de abordar la tipología sartoriana, sin embargo, es necesario
mencionar las dos importantes taxonomías postuladas por Duverger en la década de
1950 y por La Palombara y Weiner en la del 1960 (Duverger 1951; La Palombara &
Weiner 1966), sobre –o contra— las que Sartori edificó la propia. El primero
caracterizó todo escenario en el que actúen partidos como un continuo
unidimensional, cuyos extremos están definidos por las posiciones ideológicas
"derecha" e "izquierda". Entre ellas, y de acuerdo al tipo de régimen, se ubican uno,
dos o más partidos, dividiendo a través de un sencillo criterio cuantitativo al objeto
de análisis en tres categorías: sistemas unipartidistas, bipartidistas y
multipartidistas. Los primeros serían propios de los países totalitarios, como la
Unión Soviética y sus satélites; los segundos son presentados como característicos
de las democracias estables, principalmente anglosajonas, de lo que se deduce una
superioridad funcional sobre los demás tipos; los últimos, en fin, manifiestan el
grado de fragmentación política existente en las democracias más inestables como
la IV República francesa, la Italia de posguerra o la Alemania de Weimar.
Este agrupamiento fue considerado insuficiente para destacar las diferencias
existentes entre casos que calificaban en la misma categoría, por lo que La
Palombara y Weiner propusieron para los sistemas competitivos una tipología
cuádruple: ideológico hegemónico, pragmático hegemónico, ideológico turnante y
pragmático turnante. El inconveniente fue que, al dejar de lado la variable numérica
considerando sólo la intensidad de la ideología y la presencia de alternancia, el
análisis resultaba demasiado general y perdía información relevante.
Finalmente, Sartori procedería a combinar la dimensión cuantitativa
(numérica) con una cualitativa (ideológica) que fungiera como variable de control,
a fin de establecer cuándo la variación en el número de partidos afecta a la
dinámica de la competencia, con efectos consecuentes sobre el sistema político
6
.
6
Previamente, Sartori había definido dos criterios que establecen qué partidos deben contarse. El primero
descarta a todos aquéllos que no tengan (o, mejor dicho, que no hayan tenido, ya que el modelo describe
A
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Para este fin definió un formato héptuple, subdividiendo las categorías de Duverger
de modo que el unipartidismo se desdoblara en tres clases: sistema a) de partido
único, b) de partido hegemónico y c) de partido predominante; el d)
bipartidismo permaneciera tal cual estaba, pero el multipartidismo, en cambio, se
desagregara en sistema f) de partidos limitado, g) extremo y h) atomizado. De
este modo, los casos donde sólo un partido está permitido (partido único) se
diferenciarían de aquéllos en los que, pese a la prohibición legal o fáctica de
triunfar, otros partidos pueden presentarse a elecciones (sistemas de partido
hegemónico). Estos últimos contrastarían, a su vez, con los países que permiten la
libre competencia pero en los que, sin embargo, gana casi siempre el mismo partido
(partido predominante). También es fundamental la distinción entre los sistemas
pluripartidarios según tengan más (pluralismo extremo) o menos (pluralismo
limitado) de cinco partidos. Este número no es mágico, afirma Sartori, sino que
alrededor de él se produce un cambio en el sentido de la competencia que la
transforma de centrípeta en centrífuga –considerando siempre un continuo
ideológico unidimensional.
En el cuadro anexo se compara la clasificación de Duverger con la tipología
de Sartori, y se observa el reagrupamiento que el último realiza de acuerdo a las
características de funcionamiento de los sistemas de partido –y no sólo con el
número de partidos.
SISTEMAS DE PARTIDO SEGÚN DUVERGER Y SARTORI
DUVERGER
SARTORI
Sistema de partido
Sistema de partido
Competencia
Característica
único
no
unipolar
Unipartidista
hegemónico
no
unipolar
predominante
bipolar*
Bipartidista
bipartidario
bipolar
limitado (moderado)
bipolar
Multipartidista
extremo (polarizado)
multipolar
atomizado
multipolar
Las líneas horizontales recalcan la clasificación de Duverger, el grisado destaca en cambio la de Sartori.
* Con excepciones. La diversidad de formatos de este tipo es muy amplia.
post-facto realidades ya estructuradas) participación en el gobierno, ni siquiera como miembros de una
coalición. El segundo rehabilita a los partidos previamente descartados que, pese a estar excluidos del
gobierno, poseen la fuerza parlamentaria suficiente como para vetar sus iniciativas, y modifican de este
modo la dirección de la competencia: son generalmente partidos extremistas antisistema. Como se ve,
quienes no obtienen representación parlamentaria ni siquiera son considerados (Sartori 1976: 156/7).
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Una cualidad del nuevo ordenamiento reside en que permite determinar
claramente la presencia o ausencia de competencia, hecho que el modelo anterior
no describía fielmente. Ello habilita subsecuentemente a evaluar la mecánica de los
casos competitivos, que puede desarrollarse en forma bipolar, moderada o
centrípeta – equilibrando el sistema político— o, por el contrario, de modo
multipolar, polarizado y centrífugo –en el que los partidos antisistema acumulan
votos y radicalizan la lucha electoral y parlamentaria, hasta provocar generalmente
el colapso del régimen.
En definitiva, lo fundamental de la innovación teórica introducida por
Sartori es que combina dos variables relativamente ponderables para lograr una
matriz de análisis compleja, con la que explica las causas de la estabilidad o
inestabilidad de los sistemas partidarios y permite predecir rupturas –y prescribir
soluciones de ingeniería institucional— para los regímenes democráticos (Sartori
1994).
Dado que los condicionantes históricos y culturales son más estáticos y
menos manipulables que los políticos, el acento de los proyectos de reforma del
sistema partidario se ha colocado tradicionalmente sobre la variable institucional, y
en particular sobre los sistemas electorales. Éstos están constituidos por las
regulaciones jurídicas que estipulan quiénes ejercen el derecho al sufragio, de qué
manera lo efectúan, cómo se cuentan los votos y cómo se traducen en cargos.
El primero en esbozar una teoría sobre los efectos del sistema electoral en
los sistemas de partido fue Duverger, quien postuló las (luego mal llamadas) leyes
conocidas con su nombre: una fórmula mayoritaria –de simple pluralidad— en
distritos uninominales favorece un sistema de dos partidos; una fórmula
proporcional en distritos plurinominales tiende al multipartidismo; y un esquema de
mayoría absoluta con doble vuelta promueve también la competencia entre varios
partidos (Duverger 1951). Siendo así, la decisión política de implementar una u otra
forma depende del objetivo buscado: si lo que se pretende es maximizar la
representación de los diversos grupos sociales conviene adoptar el criterio
proporcional; si, en cambio, se priorizan la ejecutividad y la elaboración de
mayorías de gobierno, resulta más apropiada la elección por simple mayoría
(plurality).
La polémica en torno a las leyes de Duverger alimentó buena parte de la
bibliografía académica sobre el tema durante las cuatro décadas posteriores a su
publicación. Hoy en día, los trabajos de Dieter Nohlen (1978) y Sartori (1992) han
virtualmente acabado con las objeciones: las relaciones percibidas por Duverger
deben ser entendidas no como determinantes, sino en tanto refuerzo o atenuación de
factores estructurales más estables (tales como el grado de fragmentación social y la
cultura política) y en cuanto complemento de otras dimensiones políticas (como la
disciplina de los partidos, su fortaleza organizativa y el diseño institucional de los
poderes de gobierno).
La influencia de los sistemas electorales sobre los sistemas de partidos fue
exhaustivamente estudiada por Arend Lijphart (1995). Los efectos de la fórmula de
representación, la magnitud de los distritos, el umbral electoral y el tamaño de
la asamblea sobre el número efectivo de partidos y su mecánica de interacción son
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descriptos en otro capítulo de este libro. Baste aquí señalar que también el régimen
político, según sea presidencialista como en América o parlamentario como en
Europa, ejerce un impacto decisivo sobre la cantidad de partidos relevante,
reduciendo su número en el primer caso (Shugart & Carey 1992). Otro elemento
que afecta la organización y desempeño partidario es el federalismo, que obliga a
los actores políticos a definir estrategias y objetivos en dos niveles autónomos. Por
último, la posibilidad que ofrecen algunos sistemas electorales de realizar acuerdos
para sumar sus votos, sea mediante una segunda vuelta electoral o a través de la
cartelización –o apareo— de etiquetas partidarias diversas, amplía las
oportunidades de los partidos pequeños para acceder a escaños legislativos –y de
los partidos mayores para llegar al ejecutivo (Lijphart 1995).
Actualmente hay una nueva veta en el estudio de los sistemas de partido, que
ofrece un desarrollo promisorio. Se trata de los nuevos escenarios generados por los
procesos de integración regional, los cuales crean nuevas arenas de interacción
política y proponen a los partidos nacionales originales espacios de crecimiento.
Pese a que el único caso que ha alcanzado cierto estadio de madurez es el de la
Unión Europea (UE), la literatura sobre el tema se ha expandido sin pausa a lo largo
de la última década. La UE presenta dos características únicas a este respecto:
posee un Parlamento regional conformado mediante elecciones periódicas en los
quince países miembros de la unión, y ostenta una red de federaciones partidarias
que reúnen a las familias de partidos nacionales del continente. El sistema de
partidos europeo estaría constituido, entonces, como un complejo mecanismo de
tres niveles: los partidos nacionales, los bloques legislativos en el Parlamento
Europeo y las federaciones transnacionales de partidos. Mientras algunos observan
escépticamente la posibilidad de constituir un verdadero sistema transnacional de
partidos (Bardi 1994), dados los escasos poderes del Parlamento y la laxitud de las
federaciones partidarias, otros sostienen la existencia actual y real de tal sistema, y
le pronostican una mayor consolidación en el futuro (Hix & Lord 1997).
La crisis y los desafíos
Los problemas de gobernabilidad que aquejan a las sociedades
contemporáneas, particularmente a las democracias, no han dejado indemnes a
quienes son sus principales agentes de gestión. Así es que la crisis fiscal del estado
de bienestar y la sobrecarga de demandas que agobia a los gobiernos han
transmitido sus efectos deslegitimadores sobre los partidos, que han visto reducirse
progresivamente sus bases de identificación social y sus márgenes de autonomía
institucional respecto de, fundamentalmente, la prensa independiente, las
asociaciones de interés y los grandes grupos económicos.
Este fenómeno ha sido genéricamente calificado como crisis de
representatividad, haciéndose especial hincapié en el hecho de que los partidos ya
no responderían a las exigencias de los ciudadanos (revalorizados en su
individualidad, en oposición a la categoría de masas con que anteriormente se los
definía) sino a sus propios intereses y los de sus dirigentes, alejándose del sujeto al
que decían responder. Sin embargo, la utilización del ambiguo término crisis para
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caracterizar la realidad descripta permite ir más allá de la visión pesimista de
quienes se manifiestan contra los partidos, para abarcar también las oportunidades
de transformación que se abren ante estas vapuleadas –pero hasta hoy
irremplazables— organizaciones.
En esta línea de argumentación, no puede obviarse que una de las más
enriquecedoras contribuciones al análisis de los partidos fue la realizada por Lipset
y Rokkan (1967), quienes justamente rastrearon el origen de los partidos
occidentales en una serie de crisis históricas. Estas grandes fracturas sociales
fueron, en Europa, cuatro: la primera enfrentó, luego del desmembramiento de los
grandes reinos medievales, a las zonas del centro imperial contra las de la periferia,
dando nacimiento a los partidos centralistas o nacionales y a los separatistas o
regionales; la segunda dio lugar, ante los intentos de unificación de los estados
nacionales, a una violenta oposición de los poderes terrenales de la Iglesia, que
temerosa de ver disminuidas sus atribuciones sobre los territorios reorganizados
encabezó la lucha contra los monarcas seculares y protestantes, fundando los
partidos confesionales en oposición a los laicos; la tercera abonó una secular
rivalidad entre el campo y la ciudad, eje sobre el cual se organizaron los partidos
urbanos y agrarios, divididos en torno a la cuestión de la industrialización; por
último, la más profunda de las líneas de ruptura producidas en la edad moderna fue
la que enfrentó al capital y el trabajo, conformando la estratificación en clases
sociales que caracteriza a las sociedades occidentales del siglo XX –principalmente
porque, a diferencia de las demás, esta escisión se manifestó en todas las
comunidades nacionales dando lugar a, por un lado, los partidos obreros, y por el
otro, los burgueses.
Como se ve, la utilización misma del concepto de crisis data del origen
histórico de los partidos y se funde con sus identidades, lo que disminuye la
novedad de su valor para describir la situación actual. Más bien, los problemas
contemporáneos pueden ser entendidos tal como hace Manin con la idea de la
representación: como transformación –o, en sus términos, como metamorfosis
(Manin 1993). El modo en que se resuelvan los dilemas planteados determinará el
tipo de organización que predomine en el futuro, ya sea en el sentido de reforzar la
autonomía de los partidos respecto del ambiente e incrementar sus estrategias de
predominio o, más probablemente, en el de obligarlos a adaptarse más
simbióticamente al entorno –con el costo de reducir sus márgenes de acción.
Los desafíos que pusieron en riesgo la capacidad de gestión de los partidos,
hasta la fecha, variaron tanto en su naturaleza como en sus consecuencias. De
hecho, algunos fenómenos contribuyeron a definir nuevos roles partidarios,
constituyéndose en elementos complementarios en vez de competitivos. Tales los
casos del neocorporativismo y de los medios de comunicación social: en un caso,
las prácticas centroeuropeas de procesar los conflictos laborales a través de la
negociación directa entre empresarios y trabajadores generó un mecanismo de
acuerdos paralelo a los sistemas de partido, conciliando la representación de
intereses y la político-territorial a través de la delegación en la primera, por parte
del estado, de ciertas facultades de orden público, pero manteniendo a la vez su
poder de regulación última. Como afirma Philippe Schmitter, el neocorporativismo
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–también llamado corporativismo liberal o societal— se diferencia del
corporativismo totalitario –o estatal— propio del fascismo porque surge desde
abajo, y sólo es reconocido por el estado a posteriori de la efectiva monopolización
del poder por sus partes –las organizaciones del capital y el trabajo (Schmitter
1974).
En el caso de la masificación de los medios de comunicación, lo que se ha
producido es la prescindibilidad de los partidos como comunidades de sentido,
como otorgadores de significación de la realidad social. En cambio, la información
imparcial y supuestamente neutral de la prensa independiente ha reemplazado a las
"tribunas de opinión" y a los órganos partidarios de difusión de doctrina. A la vez,
en combinación con la educación básica obligatoria –generalmente pública—, los
medios de comunicación masiva se han constituido en formadores de valor y
socializadores esenciales de los individuos.
Por otro lado, las transformaciones de la estructura social, en el sentido de
diversificación de la estratificación socioeconómica, han diluido la imagen clásica
del antagonismo dual de clases, donde la identidad de cada grupo era relativamente
fija e inmutable. En cambio, junto con las identidades fijas agonizan hoy los
electorados cautivos, globalizándose cada vez más el fenómeno de la volatilidad del
voto que incrementa la imprevisibilidad de los procesos políticos.
Como consecuencia del aumento de la complejidad social, a partir de los
años 60 se ha expandido el fenómeno de los nuevos movimientos sociales en todo
el mundo occidental, llegando a manifestarse –como movilizaciones pro-
democratizadoras— incluso en países no occidentales que carecen de un régimen
liberal. Estos agrupamientos de carácter relativamente espontáneo, con
motivaciones del tipo de demanda única, reclaman antes autonomía que
representación, impugnando la legitimidad del viejo sistema institucional para
tomar decisiones que afecten ciertas áreas o intereses. Los más conocidos de estos
movimientos han sido los ecologistas o verdes, los feministas y los pacifistas, que
han enriquecido el proceso político sea transformándose en partidos, sea
preservándose como actores sociales qeu influyen pero no participan de la
competencia electoral. Aunque las expectativas que los movimientos sociales
generaron alguna vez, respecto de su capacidad para reemplazar a los partidos, se
han disuelto en ilusión (Offe 1988), su impacto sobre la política en las últimas
décadas ha sido trascendente.
La más riesgosa encrucijada que enfrentan los partidos en la actualidad es
una fuerte embestida antiestablishment, ejercida como rechazo al monopolio
partidario de las candidaturas y en tanto revalorización del rol de la ciudadanía sin
intermediación (Panebianco 1982). Esta actitud se manifiesta en la proliferación de
outsiders –personajes sin trayectoria política que, desde afuera de los partidos, se
promueven como alternativas a las viejas dirigencias, alegando ejecutividad y
relación directa con la gente. Potenciados a través de los medios, principalmente la
televisión, los ejemplos más conocidos de estos nuevos líderes pueden encontrarse
tanto en países con partidos débiles como los Estados Unidos cuanto en aquéllos
con fuertes historias partidarias como Italia, con la misma facilidad que en
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sociedades con sistemas de partido gelatinosos como Brasil o agotados como Perú y
Venezuela.
Peter Mair (1994) ha desarrollado un innovador marco conceptual para
entender la transformación contemporánea de los partidos. Su tesis, como la de
Manin, sostiene que el proceso que están sufriendo estos actores debe ser concebido
como cambio o adaptación antes que como declinación. El fundamento empírico de
tal teoría está expuesto en una serie de estudios de caso, que abarcan varios países
de Europa Occidental, los Estados Unidos y la India. A través de una nueva
perspectiva del desarrollo de la organización, se aborda allí el desempeño partidario
reciente en tres niveles: el partido en el terreno party on the ground—, el
partido en el gobierno party in public office— y el partido en el comité party
in central office.
7
La evidencia expone que, pese a que en el primer nivel se
manifiesta un descenso en la tasa de afiliación o adscripción partidaria, en los otros
dos hay sendos aumentos en términos de empleados y de recursos partidarios,
abrumadoramente provistos por el estado. Mair sugiere provocativamente un
cambio en la concepción tradicional de los partidos: ya no serían intermediarios
entre el estado y la sociedad, sino que el estado se habría transformado en nexo
entre la sociedad y los partidos. En consecuencia, los partidos son hoy más fuertes,
pero más remotos; tienen mayor control pero menos poder; y gozan de más
privilegios pero menor legitimidad. Habiendo surgido como representantes de la
sociedad ante el estado, el fin de siglo encuentra a estas instituciones ejerciendo el
rol contrario.
Las transformaciones sufridas por los partidos en su viaje histórico desde la
sociedad hacia el estado se resumen en el concepto de partido cartel, introducido
por Katz y Mair (1995) a mediados de 1990. El argumento sugiere que el cartel
party sucede histórica y funcionalmente al catch-all party, cristalizando una
separación rotunda entre la ciudadanía (o principal) y los representantes partidarios
(o agentes). La insatisfacción que el electorado de las democracias postindustriales
manifiesta hacia sus partidos y sus órganos institucionales de representación, el
deficit de gobernabilidad denunciado desde la década de 1970, la aparición de
nuevos partidos liderados por outsiders y la reducción de la participación electoral
serían algunos de los signos visibles de esta tendencia. Por el contrario, otros
autores cuestionan la aplicabilidad del concepto al sostener que la insatisfacción
ciudadana ha generado partidos más receptivos y responsables a las demandas del
electorado –y no menos (Kitschelt 2000). Esa mayor sensitividad se manifiesta en el
desdoblamiento del representante para atender a múltiples grupos de un electorado
fragmentado, lo cual genera –como efecto no deseado— la alienación de amplios
sectores que no son interpelados debido a la ausencia de un discurso incluyente.
7
Alan Ware (1996) efectúa una aguda crítica a versiones previas de esta clasificación; ello no afecta, sin
embargo, la utilidad de la distinción –más refinada en Mair— para evaluar el cambio partidario.
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El caso argentino
En la República Argentina, al igual que en el resto de América Latina, los
partidos responden a un patrón de desarrollo visiblemente distinto del modelo
clásico europeo. La matriz social en la que nacieron los partidos políticos estaba
vaciada en un molde preindustrial, de urbanización tardía, con tradiciones populares
que se hallaban más arraigadas en valores de la época de la conquista o
provenientes del África negra antes que en los introducidos por los pensadores
iluministas. El proceso de descolonización y la necesidad de construir una nueva
autoridad legítima llevó además a los líderes posrevolucionarios a aborrecer las
diferencias internas, pretendiendo suprimirlas con el fin de fortalecer algún tipo de
identidad nacional que consolidara la meta independentista. En esta lucha, la
alternativa entre civilización o barbarie –sostenida por unos— o entre religión o
muerte –enarbolada por otros— se inclinó hacia quienes más se aproximaran al
sentir predominante de las masas populares, desplazando del poder (y, muchas
veces, hasta del mismo territorio) a los que disentían con la postura triunfante.
El caudillismo monista –en el sentido de no pluralista— del siglo XIX y el
populismo (más o menos) orgánico del siglo XX son dos manifestaciones históricas
de la misma saga, que concibe a la acción política como producto de un
movimiento nacional unitario cuyos enemigos son externos (o cipayos), ya que la
nación es única y no admite divisiones legítimas (Shumway 1993). Cómo se ve, las
facciones no están muertas para este pensamiento, y los partidos no son concebidos
como algo diferente.
Seymour Lipset, en su análisis sobre los orígenes de Estados Unidos (Lipset
1963-79), señala que las causas del éxito en la formación de aquella sociedad
pluralista y democrática se asentaron sobre dos pilares. El primero lo constituyó la
personalidad tolerante y pragmática de su carisma fundante, que permitió que
Alexander Hamilton y Thomas Jefferson cointegraran el inaugural gabinete federal
a pesar de ser los cabecillas de grupos políticos enfrentados: si George Washington
no hubiera gozado de aquellas virtudes, probablemente la guerra civil no habría
tardado tanto en estallar. El segundo motivo de la sólida instauración de la
república fue el pronunciado debilitamiento que sufrió el Partido Federal luego de
perder las elecciones de 1800, que culminaría años después en su virtual
desaparición. Con esto Lipset quiere significar que, cuando las fuerzas de las dos
fracciones estuvieron parejas, hubo un poder superior que las moderó; y cuando el
equilibrio se rompió, la languidez de la amenaza minoritaria hizo innecesario el
ejercicio de prácticas autoritarias por parte del sector más numeroso.
En Argentina, en contraste, el primer recambio pacífico de gobierno entre
distintos partidos se dio en 1916, mediante la elección por sufragio universal
masculino de Hipólito Yrigoyen para la presidencia de la nación. La segunda se
repitió en 1989, con la transferencia del mando de Raúl Alfonsín a Carlos Menem;
en las demás oportunidades se registra una serie numerosa de golpes de estado,
revoluciones frustradas, fraudes electorales o hegemonías persistentes, escenario
que constituyó el marco institucional en el que muchos partidos surgieron y
actuaron –y al que contribuyeron a desarrollar.
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Una rápida síntesis histórica de los partidos argentinos justifica sólo tres
menciones: el Partido Autonomista Nacional, la Unión Cívica Radical y el Partido
Justicialista. El primero, una fiel versión del partido europeo de notables, fue
creado en los hechos por Julio Argentino Roca, que se apoyó en él para construir su
sistema de dominación –regente de los destinos del país entre 1880 y 1906. A partir
de entonces, el partido se mantuvo en el gobierno durante una década más; pero una
vez que lo perdió en elecciones abiertas, jamás pudo recuperarlo en el marco de las
reglas constitucionales. El PAN terminó desintegrándose en varios partidos
provinciales o incorporando a sus dirigentes en las nuevas estructuras peronistas.
Basado en la cooptación de las camarillas dominantes en las provincias del interior,
en combinación con el poder de estratégicos caudillos porteños y contando con los
recursos del gobierno central, el funcionamiento de la máquina roquista fue
detalladamente descripto por Natalio Botana (1977).
La Unión Cívica Radical, por su parte, es el más viejo de los actuales
partidos nacionales. Fundada en 1891 por un desprendimiento de la elite gobernante
liderado por Leandro N. Alem, la UCR se transformó merced a la acción de
Hipólito Yrigoyen en representante de los excluidos sectores medios, la mayoría de
origen inmigratorio, y en 1916 accedió al gobierno federal como resultado conjunto
de la reforma electoral realizada cuatro años antes y el voto popular.
El radicalismo fue el primer partido moderno del país, con un sistema de
comités locales y provinciales, una convención y un comité nacional y un estatuto
orgánico. Sin embargo, jamás edificó una burocracia profesional interna, y continuó
actuando, en la oposición, como un impugnador del régimen que enfrentaba, y en el
gobierno, como una estructura clientelista que utilizaba el empleo público para
recompensar a sus seguidores. De todos modos, su misión más trascendente fue la
democratización de la vida pública del país y la incorporación política de
importantes sectores sociales, hasta entonces apartados de la arena electoral (Rock
1975); y aunque su éxito relativo se vio opacado por el golpe de 1930, el avance
realizado en términos de participación popular ya no pudo ser encubierto más que
temporariamente bajo recursos de fuerza.
Así como la UCR surgió a partir de la crisis económica de 1890, pero sobre
todo en tanto expresión de rechazo al denunciado unicato del gobierno de Juárez
Celman –con lo que ello significaba en términos de corrupción de los valores y
prácticas políticas—, medio siglo después la emergencia del fenómeno peronista
iba a manifestarse como retrasada consecuencia de la crisis mundial de 1930. A
través de un liderazgo fuertemente estado-céntrico, las demandas de los nuevos
sectores populares urbanos pasarían a ser canalizadas masivamente para sostener un
régimen que toleraba a los partidos, pero con indisimulada sospecha. En la
comunidad organizada, el proyecto de Juan D. Perón, no había necesidad de
divisiones políticas en el sentido tradicional de la democracia burguesa. En cambio,
cada sector de la colectividad, principalmente los del capital y el trabajo, debían
concertar bajo la planificación estatal las políticas nacionales de desarrollo
independiente (Waldmann 1974).
Para esta concepción organicista, tributaria de las visiones mussoliniana y
franquista en boga en Europa durante los años 30 y 40 respectivamente, el partido
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no era más que la herramienta electoral del movimiento nacional, único
representante legítimo de la tradición histórica y del sentir popular de la comunidad.
Y como el movimiento nacional podía ser, por definición, sólo uno, los demás
partidos fueron considerados como imbuidos de los móviles facciosos que la
definición académica ya había logrado desterrar.
Contra quienes ven en el después llamado Movimiento Nacional Justicialista
al germen contemporáneo de la intolerancia argentina, debe afirmarse la verdad
histórica de que el radicalismo también se consideraba inicialmente a sí mismo
como único representante de la civilidad, en tanto pretendía expresar la “causa de la
reparación popular”, religión laica que reuniría al conjunto de la civilidad contra el
“régimen falaz y descreído” (en palabras de Yrigoyen). El mentado régimen incluía
a todos los miembros de la vilipendiada oligarquía hasta entonces gobernante junto
con quienes, habiendo violado la intransigencia alemista, habían acordado con ellos
aunque más no fuera su concurrencia electoral.
Convertido en funcionario de gobierno mediante un golpe de estado, Perón
fue escalando posiciones amparado por una política laboral que le brindó
importante apoyo de las clases trabajadoras. En 1946 ganó limpiamente las
elecciones contra una coalición de todos los demás partidos (UCR, Democracia
Progresista, Socialismo y Comunismo), consolidando así una profunda división que
se extendería por años. Las medidas de incorporación política y de redistribución
económica adoptadas por su gobierno insuflaron una duradera identificación en los
sectores trabajadores con la figura del presidente, que se reflejó en las mayorías
electorales que su partido
8
obtuvo en cada compulsa ciudadana desde entonces.
Tanto la Unión Cívica Radical como el Partido Justicialista, en sus periodos
de auge –1912-1943 y 1946-1976 respectivamente—, resultaron imbatibles en
elecciones no fraudulentas. Sumando a ello sus sendas convicciones sobre la
ilegitimidad de cualquier alternativa diferente a la propia, queda constituido el
marco de lo que Grossi y Gritti denominarían más tarde "sistema a doble partido
con intención dominante" (Grossi & Gritti 1989: 53). Esta definición es la más
ajustada que se haya dado hasta ahora entre quienes aceptan la existencia de
características peculiares y persistentes en el escenario formado por los partidos
argentinos. Se hace referencia de ese modo a un formato electoral en el que dos
organizaciones se enfrentan por la obtención del gobierno, en condiciones tales que
sólo una está en condiciones de ganar; pero la que lo hace pretende que tal situación
es la única legítima. Más allá de que en algún momento la situación de predominio
haya derivado en voluntad de hegemonía, el hecho es que la precariedad del modelo
–y la esperable irreversibilidad democrática— obligaría a pensar hoy en algún tipo
de corrimiento, ya sea hacia el lado del pluralismo moderado, del bipartidismo o del
partido predominante.
Otra interpretación acerca de la evolución del sistema partidario en
Argentina es la planteada por Torcuato Di Tella (1971/72). Este autor ofrece la
8
Candidateado en 1946 por los partidos Laborista y UCR Junta Renovadora, Perón los unificó más tarde en
el Partido Unico de la Revolución Nacional, inmediatamente renombrado Partido Peronista y luego,
finalmente, Partido Justicialista.
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paradoja de haber predicho, con mucha anticipación, la imagen –en negativo— que
parece estar tomando hoy la disposición de los partidos, pese a trabajar dentro del
marco teórico de un llano reduccionismo sociológico. Su esquema parte de una
visión de la sociedad como dividida fundamental e irremediablemente entre dos
sectores, enfrentados –en estilo marxista— por la propiedad y el control de los
medios de producción. En este contexto, las posibilidades de acción política de
parte de los líderes son también dos: o representan a las clases populares y compiten
electoralmente contra quienes defienden los intereses de la burguesía, o bien se
integran con estos últimos en partidos policlasistas de índole movimientista (a la
manera del PRI mexicano entre 1928 y 1994). Ambos escenarios concebían al
peronismo como el actor central del sistema político, de cuya decisión dependería el
resultado final. Si el PJ decidía alinearse estrictamente con las clases bajas, al
radicalismo le cabría el rol de representar a los sectores medios. Si, en cambio, el
peronismo optaba por una salida “a la PRI”, la UCR se hubiera quedado sin espacio
que ocupar ni base que representar. Su alternativa de hierro consistiría, según el
esquema de Di Tella, en aceptar la función de partido burgués –que, en tanto
movimiento popular, siempre había rechazado— o desaparecer. En este último
caso, el peronismo podría subsecuentemente integrar a los sectores dejados
huérfanos por el radicalismo, o bien escindirse en dos partidos: uno que captara a
las clases bajas y otro que hiciera lo propio con los sectores medios. El surgimiento
del Frente Grande –luego transformado en Frente por un País Solidario
(FREPASO)— a partir de las elecciones de 1994 representó, durante algunos años,
esta segunda opción. Sin embargo, la concreción de la Alianza por el Trabajo, la
Justicia y la Educación (Alianza), concretada entre la UCR y el FREPASO en 1997,
desactivó semejante expectativa y condujo a una mecánica bipolar, en la que un
formato pluralista limitado reconstruyó las posibilidades de alternancia partidaria –
alternancia que, novedosamente, no pone en riesgo la estabilidad democrática.
Según otros autores, en contraste, la dinámica y cambio de la situación
partidaria argentina habría obedecido a la inexistencia real de un sistema de
partidos (De Riz 1986). El motivo es que la consolidación estructural del sistema
habría requerido más tiempo de funcionamiento continuado que el permitido por los
sucesivos quiebres institucionales. Ello ha desviado el diseño de estrategias de los
partidos, que no se han construido en función de los demás partidos sino respecto
de actores extra-institucionales como los militares. Un derivado de esta postura ha
sido desarrollado para América Latina por Scott Mainwaring y Timothy Scully
(1995), quienes proponen la variable institucionalización como eje fundamental
para la clasificación de los sistemas partidarios. Este enfoque, original y sugestivo,
requiere sin embargo una mayor precisión conceptual, ya que en la literatura existe
cierta confusión acerca de si el estudio de la institucionalización se centra en los
partidos o en los sistemas de partidos (Randall & Svåsand 2002).
En consonancia con la tesis de De Riz acerca de la inexistencia del sistema,
aunque con un énfasis más moderado, Marcelo Cavarozzi ha afirmado que la
debilidad como tal del sistema partidario argentino convive con una importante
identificación de grupos sociales en torno de los partidos, conformando fuertes
subculturas –cuyo enfrentamiento dará lugar a la idea del bipartidismo polarizado
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(Grossi & Gritti 1989). Este marco, y en mayor medida el planteado por Edgardo
Catterberg de bipartidismo a secas (Catterberg 1989), resultó relativizado por las
elecciones realizadas entre 1993 y 1995, en las que el declive de la UCR fue
acompañado por el ascenso de terceras fuerzas –nacionales y provinciales— cuyas
perspectivas eran, aparentemente, de crecimiento. El tercer puesto de la UCR en las
presidenciales de 1995, detrás del candidato del FREPASO, pareció confirmar la
defunción del bipartidismo. Sin embargo, la victoria presidencial de la Alianza en
1999, con una fórmula encabezada por el radicalismo, dio por tierra con las
hipótesis tempranas de defunción. La reconfiguración del escenario político con el
cambio de siglo siguió así manifestando un bipolarismo –si no bipartidismo— que,
incentivado institucionalmente por la reforma constitucional de 1994, no hace más
que perpetuar la tradición político-electoral argentina.
Por último, una de las cuestiones que para la literatura política actual abre el
mayor interrogante acerca de la capacidad de gestión de las democracias es el
problema de la emergencia, entendida como disfunción (crisis) económica que
altera el escenario de acción de los grupos sociales y trastorna sus marcos de
referencia valorativos. En este contexto, todas las instituciones de gobierno –
incluyendo a los partidos— se adaptan a la necesidad de ejecutividad y resultados
por sobre la deliberación y los procedimientos formales, generándose como
resultado un principio orientador basado en la eficacia –en tanto fuente primordial
de legitimidad (Zuleta Puceiro 1994).
El decisionismo, la modalidad frecuentemente elegida por los países en vías
de desarrollo para superar la emergencia, gozó de amplio respaldo en América
Latina durante la década de 1990. En un primer momento, el método pareció tener
éxito en su objetivo de alcanzar la estabilidad mediante un amplio apoyo electoral.
Hoy, sin embargo, se torna cada vez más evidente que el deterioro institucional, el
bajo rendimiento económico y la polarización social son consecuencia duradera de
los cambios impulsados mediante tal estrategia.
Si es cierto el apotegma de que no existen en el mundo democracias sin
partidos, también podría afirmarse uno de sus corolarios: que la calidad de la
democracia depende de la calidad con que sus partidos representan, reclutan y
gobiernan. A juzgar por los resultados, los partidos políticos latinoamericanos se
encuentran todavía lejos del nivel ideal.
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